No es mi hijo, ¿por qué habría de sacrificarme?
—¡No es mi hijo, Carmen! ¿Por qué habría de sacrificarme por él?—. La voz de Manuel retumbó en el pasillo, tan fuerte que hasta los vecinos debieron oírlo. Yo estaba en mi habitación, con la puerta entreabierta, y sentí cómo esas palabras me atravesaban el pecho como un cuchillo. Tenía dieciséis años y, por primera vez, entendí que nunca sería parte de esa familia.
Mi madre, Carmen, intentó calmarlo. —Manuel, por favor, Dario te escucha…—. Pero él no bajó la voz. —¡Me da igual! Que lo escuche. No es mi responsabilidad. Yo no firmé para esto.—
Me quedé quieto, con los puños apretados y la garganta hecha un nudo. Recordé cuando era pequeño y mi madre me prometía que todo iría bien, que algún día tendríamos una familia de verdad. Pero desde que Manuel entró en nuestras vidas, todo se volvió más difícil. Él tenía dos hijas, Lucía y Marta, que nunca me aceptaron. Me miraban como si fuera un intruso en su casa de Madrid.
A veces soñaba con mi padre biológico, pero él se fue cuando yo tenía cinco años y nunca más supe de él. Mi madre hacía lo imposible por mantenernos a flote: limpiaba casas por las mañanas y cuidaba ancianos por las tardes. Yo intentaba ayudarla como podía, pero Manuel siempre encontraba una razón para criticarme.
—¿Por qué no eres como tus hermanastras?— me decía. —Ellas sí estudian, ellas sí ayudan.—
Pero nadie veía que yo también sacaba buenas notas, que trabajaba los fines de semana en la panadería del barrio para ahorrar algo de dinero. Nadie veía mis esfuerzos.
Una noche, después de otra discusión entre Manuel y mi madre, salí al balcón a respirar. Madrid brillaba bajo las luces naranjas y sentí una soledad tan grande que me dolió el pecho. Mi madre vino a buscarme.
—Dario, cariño…— me abrazó fuerte. —No le hagas caso a Manuel. Él no entiende…—
—¿Y tú?— le pregunté con la voz temblorosa. —¿Tú sí me entiendes? ¿Por qué permites que me trate así?—
Ella bajó la mirada y no supo qué decirme. En ese momento supe que estaba solo.
Los meses pasaron y la situación empeoró. Manuel empezó a dejarme fuera de las decisiones familiares: no podía elegir qué cenar, no podía ver lo que quería en la tele, ni siquiera podía invitar a mis amigos a casa. Lucía y Marta se burlaban de mí en el instituto; decían que yo era el «hijo de nadie».
Un día, después de una pelea especialmente dura, recogí mis cosas y me fui de casa. No tenía a dónde ir, así que dormí dos noches en el portal de un amigo hasta que su madre me dejó quedarme unos días. Me sentía una carga para todos.
Mi madre vino a buscarme llorando. —Dario, vuelve a casa… Por favor.—
—¿Para qué?— le respondí. —Allí no soy nadie.—
Ella me abrazó tan fuerte que pensé que se rompería. —Eres mi hijo. Eres lo único que tengo.—
Volví a casa por ella, pero nada cambió con Manuel. Empecé a encerrarme más en mí mismo; solo encontraba consuelo en la música y en escribir poemas en una libreta vieja.
Un día, la profesora de literatura, doña Mercedes, leyó uno de mis poemas en clase sin decir que era mío:
«No soy raíz ni rama,
ni fruto ni semilla,
sólo un viento errante
buscando familia».
La clase se quedó en silencio. Nadie supo quién lo había escrito, pero yo sentí una pequeña chispa de orgullo dentro del dolor.
Doña Mercedes se acercó después de clase. —Dario, tienes mucho dentro de ti. No dejes que nadie te haga sentir menos.—
Sus palabras fueron un bálsamo inesperado. Empecé a pasar más tiempo en la biblioteca del instituto; allí encontré un refugio entre los libros y las historias de otros que también luchaban por ser aceptados.
Un sábado por la tarde, mientras ayudaba en la panadería, entró una señora mayor con aspecto cansado. Se le cayó la bolsa de la compra y corrí a ayudarla.
—Gracias, hijo— me dijo con una sonrisa cálida.—No todos los jóvenes son tan atentos.—
Sentí un nudo en la garganta. Nadie me llamaba «hijo» desde hacía mucho tiempo.
Poco a poco empecé a entender que mi valor no dependía de Manuel ni de sus hijas. Que podía construir mi propio camino aunque nadie me tendiera la mano.
El último año del instituto fue duro pero logré sacar buenas notas y conseguí una beca para estudiar Filología Hispánica en la Universidad Complutense. Cuando recibí la carta de aceptación lloré como un niño pequeño.
Mi madre estaba orgullosa pero Manuel solo dijo: —A ver cuánto duras ahí.—
No le respondí. Ya no necesitaba su aprobación.
El día que me fui de casa para instalarme en la residencia universitaria, mi madre me abrazó durante minutos interminables.
—Prométeme que serás feliz.—
—Lo intentaré, mamá.—
Ahora escribo estas líneas desde mi pequeña habitación universitaria. A veces aún duele recordar todo lo vivido, pero también sé que cada herida me ha hecho más fuerte.
Me pregunto: ¿Cuántos chicos como yo viven sintiéndose extraños en su propia casa? ¿Cuántos encuentran el valor para buscar su propio lugar bajo este cielo? ¿Y vosotros? ¿Alguna vez os habéis sentido así?