No me olviden: la historia de don Ernesto y el precio del perdón
—¡Mamá, abrí la puerta! —grité, golpeando con fuerza. El sol del mediodía caía a plomo sobre la vereda, y el sudor me corría por la frente. No había planeado venir, pero algo en mi pecho me apretaba desde la madrugada. Cuando por fin escuché el chirrido de la cerradura, vi a mi madre, doña Magdalena, con su delantal floreado y el cabello recogido en un moño apurado.
—¡Ay, hijo! ¿Qué hacés acá sin avisar? —me preguntó, con esa mezcla de sorpresa y alegría que sólo las madres saben mostrar.
—Andaba cerca, necesitaba verte —dije, tratando de sonar casual, aunque mi voz temblaba.
Entré y el aroma a café recién hecho me golpeó como un recuerdo de infancia. Nos sentamos en la cocina, esa misma donde tantas veces discutimos sobre el pasado, sobre papá.
—¿Querés un mate? —ofreció, pero yo negué con la cabeza.
—Mamá… ¿sabés algo de papá? —solté de golpe, sin rodeos.
Ella bajó la mirada. Sus manos temblaron apenas al acomodar una taza vacía.
—No sé nada desde hace meses, hijo. Desde que se fue… —su voz se quebró—. No sé si está bien, si come, si duerme bajo techo…
El silencio se hizo pesado. Yo también lo sentía: esa mezcla de rabia y culpa que me acompañaba desde hacía años. Don Ernesto, mi padre, había sido un hombre duro. Trabajó toda su vida en la fábrica textil del barrio San Martín, en las afueras de Córdoba. Nunca fue cariñoso; su manera de amar era traer el pan a casa y asegurarse de que no faltara nada… materialmente hablando.
Pero cuando la fábrica cerró y él perdió el trabajo, todo cambió. Se volvió irritable, distante. Empezó a beber. Las discusiones con mamá eran diarias; los gritos se escuchaban hasta en la vereda. Una noche simplemente se fue. Nadie supo más de él.
—¿Y si lo buscamos? —pregunté, casi en un susurro.
—¿Para qué? —respondió ella, con los ojos llenos de lágrimas—. Él eligió irse.
Pero yo no podía dejar de pensar en él. ¿Dónde estaría? ¿En qué esquina del centro pediría monedas? ¿Dormiría en algún banco de plaza?
Esa noche no dormí. Al día siguiente salí temprano con una mochila y una foto vieja de papá. Caminé por las calles del centro, preguntando en comedores comunitarios y parroquias:
—¿Vieron a este hombre?
Algunos decían que sí, otros no sabían nada. Finalmente, una señora en el comedor San Cayetano me dijo:
—Sí, ese es don Ernesto. Viene a veces a buscar un plato de guiso. Es callado… pero siempre pregunta por una mujer llamada Magdalena.
Sentí un nudo en la garganta. Seguí buscando hasta que lo encontré sentado en una plaza, mirando las palomas como si fueran viejos amigos. Su barba estaba crecida y su ropa gastada, pero era él.
—Papá…
Él levantó la vista y por un segundo no me reconoció. Luego sus ojos se llenaron de lágrimas.
—¿Sos vos, Julián?
Me senté a su lado. No sabía qué decirle. Él bajó la cabeza.
—No esperaba verte nunca más —murmuró—. Sé que los lastimé…
—Papá… mamá te extraña —mentí un poco, porque sabía que en el fondo era cierto.
Él suspiró hondo.
—No sé cómo volver después de todo lo que hice. Perdí el trabajo, perdí la casa… perdí a mi familia por mi orgullo.
Me quedé callado. Recordé las veces que le grité que era un inútil, que nos había arruinado la vida. Recordé cómo mamá lloraba en silencio mientras él dormía borracho en el sillón.
—Todos cometemos errores —dije al fin—. Pero todavía estás a tiempo de pedir perdón.
Él negó con la cabeza.
—¿Y si no me perdonan? ¿Y si ya no hay lugar para mí?
Lo miré a los ojos y vi al hombre que me enseñó a andar en bicicleta, al que me llevaba al río los domingos cuando yo era chico.
—Eso nunca lo vas a saber si no lo intentás.
Esa tarde lo llevé al comedor para que comiera algo caliente y luego lo acompañé hasta la casa de mamá. Cuando ella abrió la puerta y lo vio parado ahí, tembloroso y envejecido, se quedó muda.
—Magdalena… —susurró él—. No vengo a pedirte nada… sólo quería verte una vez más y decirte que lo siento.
Ella lloró en silencio durante varios minutos antes de dejarlo pasar. Nos sentamos los tres en la cocina y por primera vez en años hablamos sin gritos ni reproches. Hablamos del pasado, del dolor y del miedo; pero también del amor que alguna vez nos unió.
No fue fácil. Hubo silencios incómodos y miradas esquivas. Pero esa noche cenamos juntos como familia por primera vez desde que papá se fue.
Con el tiempo papá consiguió trabajo limpiando autos en una estación de servicio cercana. No recuperamos todo lo perdido, pero aprendimos a convivir con las cicatrices.
A veces pienso en cuántos don Ernesto hay en las calles de nuestras ciudades: hombres y mujeres mayores que lo perdieron todo y sólo sueñan con una segunda oportunidad. ¿Cuántas familias están dispuestas a perdonar? ¿Cuántos hijos se animan a buscar a sus padres antes de que sea demasiado tarde?
Hoy miro a mi padre sentado en el patio, tomando mate bajo el sol tibio del invierno cordobés, y me pregunto: ¿Vale más el orgullo o la familia? ¿Cuántos estamos dispuestos a dar el primer paso hacia el perdón?