No sabíamos lo que nos esperaba cuando mandamos a los niños con la abuela
—Mamá, ¿cuándo volvéis? —La voz de Lucía, mi hija pequeña, suena temblorosa al otro lado del teléfono. Oigo de fondo el tic-tac del reloj de la cocina de mi madre, ese mismo reloj que marcaba las horas de mi infancia en Salamanca. Aprieto el móvil con fuerza y miro a Álvaro, que finge leer el periódico pero en realidad no pasa de la primera página desde hace días.
Hace dos años, cuando todo esto empezó, creímos que estábamos haciendo lo correcto. El alquiler subía cada año y el colegio de los niños pedía más y más para las extraescolares. Álvaro perdió su trabajo en la fábrica y yo apenas podía mantenernos con mi sueldo de administrativa. Así que, cuando el banco nos ofreció un crédito para comprar un piso en las afueras de Valladolid, nos lanzamos sin pensarlo demasiado. «Será duro al principio, pero luego todo irá mejor», me repetía mi madre por teléfono.
Pero nada fue como esperábamos. El piso era pequeño y frío, las paredes tan finas que oíamos las discusiones de los vecinos. Álvaro encontró trabajo en una empresa de paquetería, pero los turnos eran inhumanos: salía de casa antes de que amaneciera y volvía cuando los niños ya dormían. Yo me pasaba el día corriendo entre el trabajo y la casa, sin tiempo ni para respirar.
Los niños empezaron a cambiar. Lucía dejó de reírse tanto y Pablo, mi hijo mayor, se volvió irritable, contestón. Un día, al volver del trabajo, encontré a Lucía llorando en su habitación. «Echo de menos a la abuela», me dijo. Y Pablo, desde el pasillo, gritó: «¡Aquí no somos felices!».
Esa noche discutimos Álvaro y yo como nunca antes. Él decía que todo era cuestión de acostumbrarse, que estábamos mejorando nuestro futuro. Yo sentía que nos estábamos rompiendo por dentro. La tensión crecía cada día: facturas impagadas, llamadas del banco, reproches silenciosos en la mesa del desayuno.
Un domingo, después de otra discusión absurda por el dinero del supermercado, tomamos una decisión desesperada: mandaríamos a los niños a casa de mi madre durante unos meses, hasta que pudiéramos estabilizarnos. «Solo será un tiempo», le prometí a Lucía entre lágrimas. Mi madre vino en tren y se los llevó de la mano, mientras yo me quedaba en el andén sintiendo que les fallaba.
Al principio creímos que sería más fácil así. Sin los niños en casa, podíamos trabajar más horas y ahorrar algo para pagar las cuotas atrasadas. Pero la casa se volvió un lugar vacío y silencioso. Álvaro y yo apenas nos hablábamos; cada uno encerrado en su propio dolor y culpa.
Las videollamadas con los niños eran lo peor. Lucía me enseñaba los dibujos que hacía con la abuela y Pablo apenas quería hablar conmigo. «¿Cuándo vais a venir?», preguntaban una y otra vez. Yo inventaba excusas: «Pronto, cariño, pronto».
Una tarde de invierno, recibí una llamada de mi madre. «Pablo ha empezado a faltar al instituto», me dijo preocupada. «Dice que no le importa nada». Sentí cómo se me rompía algo por dentro. Esa noche enfrenté a Álvaro:
—No podemos seguir así —le dije—. Estamos perdiendo a nuestros hijos.
Él me miró con los ojos cansados y llenos de lágrimas.
—¿Y qué hacemos? Si volvemos ahora, perdemos el piso y todo por lo que hemos luchado.
—¿Y si no volvemos? —le respondí—. ¿Qué nos queda entonces?
Esa pregunta quedó flotando entre nosotros durante días. Empezamos a discutir menos y a hablar más. Decidimos pedir ayuda: fuimos a servicios sociales, hablamos con el banco para renegociar la deuda y pedimos ayuda psicológica para Pablo.
Hace dos semanas volvimos a Salamanca para ver a los niños. Cuando llegué a casa de mi madre y vi a Lucía correr hacia mí llorando, supe que nada valía más que ese abrazo. Pablo tardó más en acercarse; su mirada era dura, desconfiada.
—¿Vais a quedaros esta vez? —me preguntó sin rodeos.
No supe qué responderle.
Ahora escribo esto sentada en el sofá del piso vacío de Valladolid, mientras Álvaro duerme agotado tras otro turno interminable. El eco de las risas de mis hijos resuena en mi cabeza como un reproche constante. ¿De verdad hicimos lo correcto? ¿Cuánto cuesta un futuro mejor si perdemos lo más importante por el camino?
A veces me pregunto si alguna vez podremos volver a ser una familia unida o si este sacrificio nos ha dejado heridas imposibles de cerrar.
¿Vosotros qué haríais? ¿Hasta dónde estaríais dispuestos a llegar por asegurar el futuro de vuestros hijos?