«No soy tu criada, doña Ramírez»: Una historia de límites, familia y soledad

—¡Carmen! ¿Puedes venir un momento? —La voz de doña Ramírez retumbó en el patio interior, como cada mañana desde que se rompió la cadera. Dejé el café a medio tomar y miré a mi marido, Luis, que resopló con resignación.

—Otra vez… —murmuró él, sin apartar la vista del periódico.

No respondí. Cogí las llaves y subí al tercer piso. Al abrir la puerta, el olor a alcanfor y sopa recalentada me golpeó. Doña Ramírez estaba sentada en su sillón, con la bata desabrochada y el pelo recogido en un moño deshecho.

—¿Qué necesita hoy? —pregunté, intentando sonar amable.

—Ay, hija, que no me llega el mando de la tele… y luego, si puedes, me bajas la basura. Y mira a ver si tengo leche en la nevera, que creo que se ha acabado.

Asentí en silencio. Mientras recogía la basura y buscaba la leche, sentí una punzada de rabia. No era la primera vez que me pedía cosas así. Al principio lo hacía con gusto; después de todo, siempre fue una buena vecina. Pero desde que enfermó, sus peticiones se multiplicaron. Y yo… yo no sabía decir que no.

Al volver a casa, Luis me esperaba en la cocina.

—¿Otra vez con la vieja? —preguntó, sin disimular el fastidio.

—Está sola, Luis. No tiene a nadie más.

—¿Y nosotros qué? ¿No te das cuenta de que últimamente no tienes tiempo ni para comer tranquila?

Me encogí de hombros. Sabía que tenía razón. Mis hijos, Marta y Sergio, también empezaron a protestar. Marta necesitaba ayuda con los deberes; Sergio quería que le llevara al fútbol. Pero yo siempre estaba «con la señora Ramírez».

Una tarde, mientras planchaba camisas para Luis y escuchaba a Sergio discutir con su hermana por el mando de la tele, sonó el teléfono fijo.

—Carmen, ¿puedes venir? Me he mareado y no encuentro mis pastillas.

Dejé todo y salí corriendo. Al llegar, la encontré llorando en el sofá.

—No sé qué haría sin ti… —sollozó.

Me senté a su lado y le di la mano. Sentí lástima, pero también un cansancio profundo. ¿Por qué tenía que ser yo siempre?

Las semanas pasaron y las demandas crecieron: hacerle la compra, acompañarla al médico, limpiar su casa… Mi familia empezó a resentirse. Luis dejó de hablarme durante días; Marta se encerraba en su cuarto; Sergio me miraba con reproche.

Una noche, después de cenar, Luis explotó:

—¡Basta ya! Carmen, tienes que elegir: o tu familia o esa mujer. No podemos seguir así.

Me eché a llorar. No quería elegir. ¿Por qué tenía que ser tan difícil?

Al día siguiente, fui a ver a doña Ramírez con el corazón encogido. Ella me recibió con una lista de tareas interminable.

—¿Puedes limpiar los cristales? Y luego bájame al ambulatorio… Ah, y mira si puedes arreglarme el móvil, que no funciona bien.

Algo dentro de mí se rompió.

—No soy tu criada, doña Ramírez —dije en voz baja pero firme—. Tengo mi propia vida y mi familia también me necesita.

Ella me miró como si le hubiera dado una bofetada.

—Pero… ¿quién me va a ayudar ahora?

Sentí una mezcla de culpa y alivio. Me levanté y recogí mis cosas.

—Buscaré ayuda para usted —le prometí—. Pero yo no puedo más.

Salí del piso temblando. Al llegar a casa, Luis me abrazó en silencio. Mis hijos se acercaron poco a poco; esa noche cenamos juntos por primera vez en semanas.

Conseguí que los servicios sociales visitaran a doña Ramírez. No fue fácil; ella se enfadó conmigo durante días. Pero poco a poco entendió que yo también tenía derecho a vivir mi vida.

A veces aún me siento culpable cuando escucho su ventana abrirse o cuando paso por delante de su puerta. Pero también sé que si no hubiera puesto límites habría perdido a mi propia familia… y a mí misma.

¿Dónde está el equilibrio entre ayudar y olvidarse de uno mismo? ¿Hasta dónde llega nuestra responsabilidad con los demás? Me gustaría saber si alguna vez habéis sentido lo mismo.