Nunca Imaginé Que Mis Últimos Días Serían Así: La Historia de Tomás, Un Padre Olvidado

—¿Por qué no vienes a verme más a menudo, Lucía? —le pregunté con la voz temblorosa, mientras ella miraba el reloj, incómoda, sentada al borde de la silla de plástico.

—Papá, ya sabes cómo es el trabajo… Los niños… Apenas tengo tiempo para mí —respondió sin mirarme a los ojos, recogiendo su bolso con prisa.

La puerta se cerró tras ella y el silencio volvió a abrazar mi habitación. El reloj de la pared marcaba las seis y media, pero aquí dentro el tiempo no tiene sentido. Me llamo Tomás García y nunca imaginé que mis últimos días serían así: solo, rodeado de desconocidos, esperando una visita que rara vez llega.

Hace apenas quince años mi vida era otra. Vivíamos en un piso amplio en Salamanca, con vistas a la Plaza Mayor. Yo era jefe de obra en una constructora que parecía no tener fin en sus proyectos. Mi mujer, Carmen, era el pilar de la casa; juntos criamos a nuestros tres hijos: Lucía, la mayor, siempre tan responsable; Álvaro, el rebelde; y Sofía, mi niña pequeña, la artista de la familia.

Recuerdo las cenas de los domingos: risas, discusiones sobre fútbol y política, el aroma del cocido madrileño que preparaba Carmen. Yo creía que estábamos construyendo algo sólido. Pero la vida es como una tormenta inesperada: arrasa con todo lo que creías seguro.

Carmen enfermó de cáncer y en menos de un año se fue. El dolor nos desbordó a todos. Lucía se volcó en sus estudios y pronto se fue a Madrid. Álvaro empezó a llegar tarde a casa, a meterse en líos. Sofía se encerró en su habitación y dejó de pintar. Yo intenté sostenerlos a todos, pero también me rompí por dentro.

—Papá, no puedes seguir así —me dijo Lucía una noche, cuando me encontró llorando en la cocina—. Tienes que dejar que te ayudemos.

Pero yo era terco. Pensaba que un padre debía ser fuerte, que mostrar debilidad era un lujo que no podía permitirme. Así pasaron los años: los hijos se fueron yendo uno a uno. El piso se quedó grande y vacío. Me jubilé antes de tiempo porque la empresa quebró durante la crisis del ladrillo. De repente, todo lo que había construido se desmoronó.

Álvaro vino a verme una vez después de perder su tercer trabajo en Barcelona.

—Viejo, ¿puedes prestarme algo de dinero? —me preguntó sin rodeos.

Le di lo poco que tenía ahorrado. No volvió a llamarme.

Sofía se fue a vivir con su novio a Valencia. Me mandaba postales al principio, pero luego solo mensajes por WhatsApp en Navidad o mi cumpleaños.

El piso se convirtió en una cárcel de recuerdos. Un día me caí en la ducha y estuve horas tirado en el suelo hasta que una vecina escuchó mis gritos. Fue entonces cuando Lucía decidió que lo mejor era llevarme a una residencia.

—Papá, aquí estarás bien cuidado —me dijo mientras firmaba los papeles—. No puedo hacerme cargo de ti sola.

No la culpo. Sé que tiene su vida, sus hijos, su trabajo. Pero duele. Duele ver cómo los años de sacrificio parecen no significar nada ahora.

Aquí los días son todos iguales. Algunos compañeros ni siquiera recuerdan sus nombres. Otros esperan visitas que nunca llegan. Yo me aferro a los recuerdos: las excursiones al campo, los veranos en Asturias, las risas de mis hijos cuando eran pequeños.

A veces escucho a las enfermeras hablar entre ellas:

—Este Tomás siempre está esperando a alguien —dice Ana, la auxiliar joven—. Da pena verle mirar por la ventana cada tarde.

—Es lo que tiene hacerse mayor —responde Carmen (qué ironía que se llame igual que mi mujer)—. Al final todos acabamos solos.

Un día recibí una carta de Sofía:

«Papá,
Sé que hace mucho que no voy a verte y lo siento. La vida aquí es complicada y a veces me cuesta enfrentarme al pasado. Pero quiero que sepas que te quiero y pienso mucho en ti. Espero poder ir pronto.
Un abrazo fuerte,
Sofía»

Lloré como un niño al leerla. ¿En qué momento perdimos el rumbo? ¿Cuándo dejamos de ser una familia?

La Navidad llegó y Lucía vino con sus hijos. Trajeron turrón y una bufanda nueva para mí.

—¿Estás bien aquí, papá? —me preguntó mi nieto Javier mientras jugaba con mi bastón.

—Estoy bien —mentí—. Pero echo de menos la casa… echo de menos a vuestra abuela.

Lucía me miró con tristeza y cambiamos de tema rápidamente.

A veces pienso si fui demasiado exigente como padre o si simplemente la vida nos arrastró por caminos distintos. ¿Podría haber hecho algo diferente? ¿O es este el destino inevitable para quienes envejecen en silencio?

Hoy he visto desde la ventana cómo una familia abrazaba a su abuelo antes de irse. He sentido una punzada de envidia y esperanza al mismo tiempo.

Quizá mañana alguno de mis hijos vuelva a visitarme. Quizá no. Pero sigo esperando.

¿De verdad educamos bien a nuestros hijos si al final nos dejan solos? ¿O es simplemente el precio de amar sin condiciones? ¿Qué pensáis vosotros?