¡Pon todo a mi nombre! ¿Por qué le creíste? ¡Solo te está engañando! — Mi lucha por mi hogar, mi hija y mi dignidad tras la traición de mi esposo
—¡Pon todo a mi nombre, Javier! ¿Por qué le creíste a ella? ¡Solo te está engañando!— grité, con la voz quebrada, mientras apretaba los papeles del título de propiedad entre mis manos sudorosas. El eco de mis palabras rebotó en las paredes de la sala, donde hasta hace poco colgaban las fotos de nuestra familia feliz. Ahora, solo quedaba el silencio incómodo y la mirada esquiva de Javier, mi esposo durante diecisiete años, el hombre que juró protegerme y que esa noche me estaba despojando de todo.
No sé en qué momento exacto comenzó a desmoronarse mi vida. Quizás fue cuando noté que Javier llegaba más tarde de lo habitual, o cuando mi suegra, Doña Rosa, empezó a visitarnos con más frecuencia y a susurrar cosas al oído de mi marido. Pero esa noche, cuando encontré los mensajes en su celular —palabras dulces dirigidas a otra mujer, promesas de una nueva vida—, sentí que el piso se abría bajo mis pies.
—No hagas esto más difícil, Lucía —dijo Javier, sin mirarme—. Ya tomé una decisión. La casa es mía y también quiero la custodia de Camila.
Sentí que me arrancaban el corazón. Nuestra hija Camila, de apenas doce años, escuchaba desde el pasillo. Sus ojos grandes y oscuros, tan parecidos a los míos, estaban llenos de miedo. Corrí hacia ella y la abracé fuerte, como si pudiera protegerla del dolor que nos envolvía.
—Mamá, ¿nos vamos a quedar sin casa? —susurró.
No supe qué responderle. En ese instante, recordé todas las veces que Javier me había prometido que nunca nos faltaría nada. Recordé cómo juntos habíamos levantado ese hogar en las afueras de Medellín, con esfuerzo y sacrificio. Pero ahora él quería quitárnoslo todo, influenciado por su nueva pareja y por las mentiras de su madre.
La batalla legal comenzó al día siguiente. Mi cuñada Mariana me llamó para decirme que apoyaría a Javier en todo. —No te hagas la víctima, Lucía. Todos sabemos que tú nunca fuiste suficiente para él— me dijo con frialdad. Sentí rabia e impotencia. ¿Cómo podía mi propia familia política volverse en mi contra tan rápido?
Los días se volvieron una rutina de abogados, documentos y lágrimas escondidas en el baño para que Camila no me viera derrumbarme. El abogado de Javier era despiadado. Alegaba que yo no tenía ingresos estables —trabajaba como profesora suplente en una escuela pública— y que la casa había sido comprada a nombre de él antes del matrimonio. Pero yo sabía la verdad: cada ladrillo, cada mueble, cada planta en el jardín llevaba mi esfuerzo y mis sueños.
Una tarde lluviosa, mientras revisaba papeles en la mesa del comedor, Camila se acercó con un dibujo. Era nuestra casa, pero en vez de ventanas tenía lágrimas. —No quiero irme de aquí, mamá— me dijo. Sentí una mezcla de dolor y determinación. No podía dejar que nos arrebataran nuestro hogar.
Empecé a buscar ayuda en grupos de mujeres en situaciones similares. Encontré apoyo en Marta, una vecina que había pasado por un divorcio complicado. —No estás sola, Lucía. Nos han enseñado a callar y aguantar, pero tenemos derecho a luchar— me animó.
Con su ayuda y la de una abogada del colectivo feminista local, logré presentar pruebas de que la casa era un bien familiar adquirido durante el matrimonio. Pero la presión aumentaba: Javier empezó a difamarme en el barrio, diciendo que yo era una mala madre y que tenía problemas mentales. Algunos vecinos me dieron la espalda; otros me miraban con lástima.
Una noche, Camila no pudo dormir. —¿Por qué papá dice cosas feas de ti? ¿Por qué la abuela Rosa ya no me habla?— preguntó entre sollozos.
Me senté junto a ella en la cama y le acaricié el cabello. —A veces las personas hacen cosas malas cuando tienen miedo o están confundidas. Pero pase lo que pase, yo siempre voy a estar contigo— le prometí.
El juicio fue largo y desgastante. Recuerdo el día en que tuve que enfrentarme a Javier frente al juez. Él evitaba mirarme; su nueva pareja estaba sentada detrás de él, sonriendo con suficiencia. Doña Rosa testificó en su contra mía, diciendo que yo solo quería quedarme con lo que no era mío.
Pero cuando llegó mi turno de hablar, sentí una fuerza inesperada:
—Señoría —dije con voz firme—, esta casa no es solo paredes y techo. Es el lugar donde crié a mi hija, donde soñamos juntos como familia. No pido caridad ni venganza; solo justicia para mí y para Camila.
El juez escuchó mis argumentos y los documentos que probaban mi aporte económico y emocional al hogar. Fueron semanas de espera angustiosa hasta que llegó la sentencia: la casa sería dividida equitativamente y yo tendría la custodia principal de Camila.
Lloré al recibir la noticia; no era una victoria total, pero tampoco una derrota absoluta. Javier se fue a vivir con su nueva pareja; Doña Rosa dejó de hablarnos por completo. Mariana me bloqueó en todas las redes sociales.
Camila y yo nos quedamos en la casa, aunque tuvimos que vender algunos muebles para pagar los gastos legales y adaptarnos a una vida más austera. Pero cada mañana, al ver a mi hija desayunar en nuestra cocina iluminada por el sol andino, sentía que valía la pena cada sacrificio.
A veces me pregunto si podría haber hecho algo diferente para evitar tanto dolor. Pero también sé que fui valiente al no rendirme, al defender lo poco o mucho que tenía para ofrecerle a mi hija.
¿Hasta dónde llegarías tú para proteger tu hogar y tu dignidad? ¿Cuántas veces has sentido que el mundo se te viene encima y aun así has encontrado fuerzas para seguir adelante?