Por fin tengo vida propia, pero mi hija piensa que estoy loca y me ha apartado de mi nieta
—¿Pero mamá, cómo puedes hacerme esto? —La voz de Lucía retumbó en el pasillo, tan aguda y cortante como el frío de enero en Madrid.
Me quedé quieta, con las llaves temblando en la mano. Había vuelto a casa después de pasar la tarde con Andrés, el hombre que había conocido en el taller de pintura del centro cultural. No era nada serio, solo una amistad que me hacía sentir viva, pero para Lucía era una traición.
—¿Hacerte qué, Lucía? ¿Salir a tomar un café? ¿Ir al cine? —le respondí, intentando mantener la calma mientras mi nieta Martina jugaba ajena en el salón.
Lucía me miró como si no me reconociera. —No puedes desaparecer así. Necesito que cuides de Martina. ¿O es que ya no te importa tu familia?
Sentí cómo se me encogía el corazón. Toda mi vida había girado en torno a ellas. Me casé con Antonio a los veintiún años, un hombre bueno pero ausente, siempre trabajando en la fábrica de Leganés. Cuando murió de un infarto hace diez años, me quedé sola, pero nunca me permití sentirlo del todo: Lucía aún me necesitaba, y después llegó Martina, mi sol.
Pero ahora, con sesenta y dos años, sentía que la vida se me escapaba entre los dedos. Había pasado décadas cocinando cocidos, planchando uniformes escolares y esperando llamadas que nunca llegaban. ¿No tenía derecho a algo más?
—Lucía, hija, yo te he dado todo. Pero ahora quiero tener un poco de vida propia. Solo un poco —susurré.
Ella negó con la cabeza, los ojos llenos de lágrimas y rabia. —¿Y yo? ¿Y Martina? ¿No somos tu vida?
Martina apareció en la puerta con su muñeca rota. —Abuela, ¿me ayudas?
Me agaché para abrazarla, sintiendo el peso de la culpa y el amor mezclados como café con leche. —Claro que sí, mi niña.
Esa noche no pude dormir. Recordé cuando Lucía era pequeña y yo le prometía que siempre estaría a su lado. Pero nadie me prometió a mí que algún día podría ser libre.
Las semanas siguientes fueron un infierno silencioso. Lucía dejó de llamarme. Cuando intenté ver a Martina en el colegio, la profesora me dijo que solo podía recogerla su madre o su padre. Me sentí invisible, como si todos los años dedicados no valieran nada.
Andrés intentó animarme. —Carmen, tienes derecho a ser feliz. Tus hijas tienen su vida; tú también mereces la tuya.
Pero yo solo pensaba en Martina. En sus manitas tibias buscando las mías, en sus dibujos pegados en mi nevera.
Un día, decidí ir a casa de Lucía. Llamé al timbre con el corazón desbocado.
—¿Qué haces aquí? —preguntó ella desde el portero automático.
—Solo quiero ver a Martina. Por favor.
—No puedo confiar en ti —dijo con voz fría—. No sé qué te pasa últimamente. Estás rara. ¿Te has vuelto loca?
Me quedé helada. ¿Loca? ¿Por querer vivir?
Volví a casa y me senté frente al espejo del recibidor. Vi a una mujer mayor, con arrugas profundas y ojeras oscuras, pero también vi una chispa nueva en mis ojos: la chispa de quien se atreve a reclamar lo suyo.
Esa noche llamé a Andrés.
—¿Te apetece ir al Retiro mañana? —le pregunté.
—Claro que sí, Carmen. Te recojo a las once.
Paseamos entre los árboles dorados del otoño madrileño. Hablamos de nuestros miedos y deseos. Por primera vez en años, sentí que podía respirar sin pedir permiso.
Pero la culpa seguía ahí, como una sombra pegajosa.
Una tarde recibí una carta de Lucía:
“Mamá,
No entiendo qué te pasa ni por qué has cambiado tanto. Martina pregunta por ti todos los días y no sé qué decirle. Me siento sola y traicionada. Si quieres volver a vernos, tienes que prometerme que dejarás esas tonterías y volverás a ser la madre de siempre.”
Leí la carta una y otra vez. ¿Volver a ser la madre de siempre? ¿La mujer invisible?
Lloré hasta quedarme sin lágrimas.
Al día siguiente fui al colegio de Martina y esperé fuera hasta que salió con su mochila rosa.
—¡Abuela! —gritó al verme y corrió a abrazarme.
La abracé fuerte, sintiendo cómo el mundo se recomponía por un instante.
Lucía apareció detrás, furiosa.
—¡Te dije que no vinieras!
—Solo quería verla —susurré—. No puedo renunciar a ella ni a mí misma.
Nos miramos largo rato, dos mujeres heridas por el amor y el miedo.
—Mamá… —Lucía bajó la voz—. Tengo miedo de perderte.
—Y yo tengo miedo de perderme a mí misma —le respondí.
Nos quedamos en silencio mientras Martina jugaba con otras niñas.
No sé cómo acabará esta historia. Solo sé que quiero ser abuela y mujer al mismo tiempo. ¿Es tan difícil de entender?
A veces me pregunto: ¿Cuándo dejamos las madres de tener derecho a soñar? ¿Por qué nos cuesta tanto aceptar que nuestras hijas también tienen miedo?