¿Por qué debería importarme cómo me veo? – Mi historia viral sobre los estándares de belleza en Latinoamérica

—¿Señora, le gustaría probar nuestra nueva crema antiarrugas? —me preguntó la joven con una sonrisa ensayada, mientras yo apenas lograba arrastrar mi maleta por el pasillo del aeropuerto José María Córdova.

Sentí el sudor frío bajando por mi espalda. No por el calor, sino por la vergüenza que me invadió de inmediato. ¿Tan mal me veo? ¿Tan evidente es mi cansancio, mis ojeras, las líneas que se han ido marcando en mi rostro con los años? Miré a la vendedora, una muchacha de no más de veinticinco años, con la piel tersa y los labios pintados de un rojo perfecto. Me detuve, respiré hondo y respondí:

—No, gracias. Estoy bien así como estoy.

Pero la frase no salió tan firme como quería. Sentí la mirada de otros pasajeros sobre mí, como si todos estuvieran evaluando mi respuesta, mi cara, mi edad. Caminé rápido hasta la sala de espera y me senté junto a la ventana. Saqué el celular y abrí WhatsApp: “Mamá, ¿ya vienes?”, escribió Valeria, mi hija menor. “Sí, amor. Ya casi llego”, respondí, pero mi mente seguía atrapada en ese instante.

No era la primera vez que alguien me hacía sentir así. Desde que cumplí los cuarenta, parecía que todo el mundo tenía una opinión sobre cómo debía verme: mis hermanas, mis amigas, incluso mi esposo, Julián. “Deberías pintarte el pelo”, “¿Por qué no te haces un tratamiento?”, “Te verías más joven con otro corte”. Siempre lo mismo.

Esa noche, ya en casa, mientras cenábamos bandeja paisa y Julián veía el noticiero, no pude callar más.

—¿Alguna vez te han hecho sentir mal por cómo te ves? —le pregunté de repente.

Julián levantó la vista del televisor, sorprendido.

—¿A qué te refieres?

—Hoy en el aeropuerto una vendedora me ofreció una crema antiarrugas. Ni siquiera me preguntó si quería algo para hidratarme o para protegerme del sol. Directo a las arrugas. Como si fuera lo único que importa.

Valeria soltó una risita.

—Ay mamá, pero eso es normal. Todas las mujeres usan esas cremas.

—¿Y por qué es normal? ¿Por qué tenemos que estar obsesionadas con vernos jóvenes? —pregunté, sintiendo cómo se me quebraba la voz.

Mi otra hija, Camila, que tiene 22 años y estudia comunicación social, intervino:

—Mamá, eso es puro marketing. Nos hacen sentir inseguras para vendernos cosas. Yo lo veo todo el tiempo en redes.

Julián suspiró y volvió al televisor. Yo me quedé mirando mis manos sobre la mesa: las venas marcadas, las manchas del sol, los anillos que ya no me quedan tan sueltos como antes.

Esa noche no pude dormir. Me levanté a las dos de la mañana y escribí un post en Facebook:

“Hoy una desconocida me recordó que tengo arrugas. Como si yo no lo supiera cada vez que me miro al espejo. ¿Por qué debería importarme cómo me veo? ¿Por qué nos enseñan a avergonzarnos de envejecer? Estoy cansada de sentirme menos por no tener veinte años. ¿A alguien más le pasa?”

No esperaba nada. Pero al despertar tenía más de 300 comentarios y 1,000 reacciones. Mujeres de todas partes de Colombia y Latinoamérica compartían sus historias: “A mí me pasó igual en el supermercado”, “Mi esposo dice que parezco su mamá”, “En mi trabajo prefieren contratar chicas jóvenes”.

Pero también llegaron los comentarios crueles: “Si no te cuidas es tu culpa”, “Por eso las mujeres se dejan ir”, “Después no se queje si su esposo la deja”.

Me sentí expuesta y vulnerable. Pero también furiosa. ¿Por qué nos juzgan tanto? ¿Por qué nos enseñan a odiar cada signo del tiempo?

Esa semana fue un torbellino. Me llamaron de una emisora local para entrevistarme sobre el post viral. Mis hermanas me escribieron preocupadas: “Mariana, ¿estás bien? No hagas escándalo por bobadas”. Mi mamá me llamó llorando:

—Mija, no le pare bolas a esa gente. Usted es hermosa como es.

Pero yo no podía dejarlo pasar. Decidí grabar un video contando mi experiencia y lo subí a Instagram:

“Hoy quiero hablarles a todas las mujeres que se sienten invisibles después de los cuarenta. No somos menos por tener arrugas o canas. Somos más fuertes, más sabias. No permitamos que nos digan cómo debemos vernos para ser valiosas”.

El video explotó: miles de vistas, mensajes de apoyo y también insultos. Una tía lejana me escribió indignada: “Eso no se dice en público, Mariana. La ropa sucia se lava en casa”.

En casa, el ambiente se volvió tenso. Julián empezó a llegar más tarde del trabajo. Una noche discutimos fuerte:

—¿Por qué tienes que exponerte así? —me gritó—. ¿No ves que la gente se burla?

—¡Porque estoy harta! —le respondí llorando—. Harta de fingir que no me afecta, harta de callar para no incomodar.

Valeria se encerró en su cuarto y Camila intentó mediar:

—Papá, mamá solo está diciendo lo que muchas sienten.

Pero Julián no entendía. Creía que era mejor ignorar el tema y seguir adelante.

En el trabajo también sentí las miradas incómodas. Mi jefe me llamó a su oficina:

—Mariana, entiendo tu punto de vista, pero recuerda que aquí representamos una imagen profesional…

—¿Y esa imagen excluye a las mujeres mayores? —le pregunté sin miedo.

No respondió.

Pasaron los días y la polémica seguía creciendo en redes sociales. Un día recibí un mensaje privado de una joven llamada Lucía desde Lima:

“Gracias por tu valentía. Mi mamá tiene 55 años y siempre se siente menos por su edad. Le mostré tu video y lloramos juntas”.

Eso me dio fuerzas para seguir hablando. Empecé a organizar charlas virtuales con mujeres de diferentes países: México, Argentina, Perú… Todas compartíamos historias similares: presión por vernos jóvenes, miedo a perder el trabajo o al abandono de la pareja.

Un sábado por la tarde invité a mis hijas a tomar café en el parque Arví.

—Quiero pedirles perdón si las he hecho sentir mal con mis inseguridades —les dije—. Pero también quiero que sepan que está bien envejecer. Que no tenemos que escondernos ni avergonzarnos.

Camila me abrazó fuerte.

—Gracias por enseñarnos a ser valientes, mamá.

Valeria sonrió tímida:

—Yo también quiero aprender a quererme como soy.

Esa noche Julián llegó temprano y me encontró leyendo los comentarios en mi celular.

—Tal vez tienes razón —me dijo en voz baja—. Tal vez todos deberíamos dejar de juzgar tanto.

Lo miré a los ojos y sentí una paz nueva dentro de mí.

Hoy sigo recibiendo mensajes de mujeres que luchan contra los mismos prejuicios. No tengo todas las respuestas, pero sé que ya no estoy sola.

A veces me pregunto: ¿Cuándo aprenderemos a valorar lo que somos más allá de cómo nos vemos? ¿Cuántas historias como la mía siguen ocultas por miedo al qué dirán?