¿Por qué ella y no yo? Un relato de injusticia en la familia García

—¿Por qué ella y no yo, mamá? —escupí las palabras, incapaz de contener la rabia que me quemaba por dentro. Mi madre, sentada en la mesa del comedor, ni siquiera levantó la vista del café que removía con parsimonia. Lucía, mi hermana menor, me miró con esa mezcla de pena y superioridad que siempre he odiado. El silencio en la casa era tan denso que podía cortarse con un cuchillo.

No era la primera vez que sentía que Lucía era la favorita, pero nunca había sido tan evidente. Mi madre acababa de darle el dinero para la entrada de un piso en el centro de Valladolid, mientras yo seguía ahogada en un alquiler imposible en un barrio donde las sirenas de la policía eran mi nana cada noche. Cuando me enteré, fue como si alguien me hubiera arrancado el suelo bajo los pies.

Recuerdo perfectamente el día en que todo cambió. Era domingo y, como cada semana, fui a casa de mi madre para comer. El olor a cocido llenaba el piso, y Lucía ya estaba allí, sentada en el sofá con una sonrisa radiante. Mamá nos llamó a la mesa y, entre cucharada y cucharada, soltó la bomba:

—Bueno, chicas, tengo una noticia. He decidido ayudar a Lucía con la entrada del piso. Ya sabéis lo difícil que está todo para los jóvenes…

Me atraganté con el caldo. Miré a Lucía, luego a mamá. Nadie dijo nada. Nadie preguntó si yo necesitaba ayuda también. Nadie pensó en mí.

Esa noche no dormí. Daba vueltas en la cama, repasando cada momento de mi infancia en busca de señales: ¿había hecho algo mal? ¿Había sido peor hija? Recordé las veces que cuidé de mamá cuando estuvo enferma, los sábados que renuncié a salir para acompañarla al mercado, los cumpleaños en los que fui yo quien organizó todo porque Lucía siempre tenía algo más importante que hacer.

Al día siguiente llamé a mi madre. Necesitaba una explicación.

—Mamá, ¿por qué le das el dinero a Lucía y a mí no? —pregunté con voz temblorosa.

—Ay, hija, tú siempre has sido más fuerte. Lucía lo necesita más —respondió sin dudar.

Sentí una punzada en el pecho. ¿Más fuerte? ¿Eso justificaba dejarme atrás? ¿Acaso ser fuerte significa merecer menos?

Los días siguientes fueron un infierno. No podía mirar a Lucía sin sentir una mezcla de celos y resentimiento. Ella intentó hablar conmigo:

—Marta, no es culpa mía…

—Pero bien que lo aceptas —le solté antes de colgarle el teléfono.

En el trabajo no podía concentrarme. Mis compañeros notaron mi mal humor, pero nadie se atrevió a preguntar. Solo Inés, mi amiga desde la universidad, me invitó a tomar un café después del trabajo.

—Tienes que hablarlo con tu madre —me dijo—. No puedes dejar que esto te consuma.

Pero cada vez que pensaba en enfrentarla otra vez, sentía un nudo en el estómago. ¿Y si volvía a decirme que Lucía lo necesitaba más? ¿Y si nunca iba a ser suficiente para ella?

Las semanas pasaron y la relación con mi familia se volvió cada vez más tensa. En Navidad, cuando todos brindaban por la nueva casa de Lucía, yo apenas podía mirar a mi madre a los ojos. Me sentía invisible.

Un día, mientras paseaba por la Plaza Mayor, vi a una madre abrazando a sus dos hijas pequeñas. Reían juntas, sin distinciones ni favoritismos. Me senté en un banco y rompí a llorar. ¿Por qué no podía ser así en mi familia?

Decidí escribirle una carta a mi madre. No era capaz de decirle todo esto cara a cara:

«Mamá,

No sé si alguna vez entenderás lo que siento. No es solo por el dinero; es por sentirme menos importante, menos querida. Siempre he intentado ser la hija fuerte que esperabas, pero eso no significa que no necesite tu apoyo o tu cariño. Ojalá algún día puedas ver el daño que esto me ha hecho.

Tu hija,
Marta»

Nunca supe si leyó la carta porque nunca respondió. Pero escribirla me ayudó a soltar parte del peso que llevaba dentro.

Con el tiempo aprendí a poner distancia. Empecé terapia y poco a poco fui reconstruyendo mi autoestima. A veces todavía duele ver cómo mi madre y Lucía comparten cosas que conmigo nunca compartieron. Pero también he aprendido a rodearme de personas que sí me valoran.

Ahora miro atrás y me pregunto: ¿cuántas familias hay como la mía? ¿Cuántos hijos se sienten menos amados por decisiones aparentemente pequeñas pero devastadoras? ¿De verdad es tan difícil querer igual a todos los hijos?

¿Y vosotros? ¿Alguna vez os habéis sentido menos importantes en vuestra propia familia? ¿Creéis que se puede perdonar algo así?