¿Por qué ella y no yo?: Una historia de injusticia en la familia García
—¿Por qué ella y no yo, mamá? —escupí la pregunta, incapaz de contener el temblor en mi voz. El salón olía a café recién hecho, pero el aire era denso, casi irrespirable. Marta, sentada junto a mamá, bajó la mirada al suelo, como si las baldosas pudieran tragarla y así evitar el conflicto. Mamá, en cambio, ni siquiera parpadeó.
—No empieces, Laura. Ya eres mayor para entenderlo —respondió con esa frialdad que siempre reservaba para los momentos importantes.
Pero no lo entendía. No podía entenderlo. Desde pequeñas, Marta y yo habíamos compartido todo: la habitación, los juguetes, incluso los castigos. Crecí creyendo que el amor de mamá era como el pan que horneaba los domingos: suficiente para todas. Pero ahora, con la herencia del piso familiar entregada solo a Marta, sentía que me habían dejado fuera del reparto de algo mucho más importante que ladrillos y paredes.
Recuerdo la primera vez que sentí esa punzada de diferencia. Fue en el colegio, cuando mamá fue a recoger a Marta tras una función de teatro y a mí me dejó esperando bajo la lluvia porque «se le había olvidado». Entonces pensé que era un despiste. Ahora, años después, veo que era el principio de una larga lista de preferencias disfrazadas de casualidades.
—Laura, tú tienes tu vida hecha en Madrid. Marta necesita estabilidad —dijo mamá mientras removía el café con una cucharilla, sin mirarme.
—¿Y yo no necesito nada? ¿No soy tu hija también? —mi voz se quebró. Sentí la mirada de mi padre desde el pasillo; nunca intervenía, pero siempre estaba ahí, como un espectador mudo de nuestra tragedia cotidiana.
Marta intentó decir algo, pero mamá la interrumpió con un gesto seco. —No es momento para discusiones. La decisión está tomada.
Me levanté de golpe, la silla chirrió sobre el suelo y por un instante pensé en irme para no volver nunca más. Pero algo me retuvo: la necesidad de entender por qué siempre fui la segunda opción.
Las semanas siguientes fueron un infierno. Las llamadas de mamá se volvieron más escasas y distantes. Marta intentaba justificarla: «Sabes cómo es mamá… Siempre se preocupa más por quien cree que lo necesita». Pero yo también necesitaba sentirme querida, aunque fuera solo una vez.
En el trabajo no podía concentrarme. Mis compañeros notaban mi distracción y hasta mi jefe, don Antonio, me llamó a su despacho:
—Laura, ¿te pasa algo? No eres la misma últimamente.
No supe qué decirle. ¿Cómo explicar que el dolor más profundo no viene de extraños sino de quienes deberían protegerte?
Una tarde, decidí enfrentarme a mamá una vez más. Fui a su casa sin avisar. Me abrió la puerta con cara de sorpresa.
—¿Qué haces aquí?
—Necesito respuestas —dije sin rodeos.
Nos sentamos en la cocina. El reloj marcaba las seis y media; afuera llovía como aquel día en el colegio.
—Siempre has sido fuerte, Laura. Siempre has salido adelante sola —empezó mamá, con voz cansada—. Marta… ella siempre ha sido más frágil.
—¿Y por eso merece más? ¿Por ser débil? —pregunté con rabia contenida.
—No es eso… Es solo que pensé que tú podrías entenderlo mejor.
Me quedé callada. Por primera vez vi a mi madre como una mujer llena de miedos y errores, no como la figura infalible de mi infancia.
—¿Alguna vez te has preguntado cómo me siento yo? —susurré.
Mamá bajó la cabeza. —Lo siento, Laura. De verdad lo siento.
Pero las palabras no bastan cuando las heridas son tan profundas.
Salí de esa casa sabiendo que nada volvería a ser igual. Marta me llamó esa noche:
—Lo siento mucho, Laura. Si pudiera cambiarlo…
—No es tu culpa —le respondí—. Solo quiero entender por qué nunca fui suficiente.
Ahora paso los días intentando reconstruir mi confianza y mi lugar en el mundo. A veces pienso en llamar a mamá o a Marta, pero luego recuerdo ese dolor sordo en el pecho y me detengo.
¿De verdad alguna vez fui parte de esta familia? ¿O solo fui la sombra detrás del reflejo brillante de mi hermana?
¿Alguien más ha sentido alguna vez que el amor de una madre puede doler tanto como su ausencia?