¿Por qué los abuelos no me escuchan? El grito silencioso de una nieta

—¿Otra vez una muñeca, abuela? —pregunté, intentando que mi voz no temblara, mientras sostenía entre mis manos la caja envuelta en papel brillante. Mi madre me miró con esa mezcla de súplica y advertencia que sólo las madres saben poner. Mi abuelo, sentado en su butaca junto al ventanal del salón, carraspeó y dijo: —Las niñas de tu edad juegan con muñecas, Lucía. Así aprenden a ser mamás.

No respondí. Sentí un nudo en la garganta y las lágrimas amenazaron con salir. No quería decepcionarles, pero tampoco podía fingir entusiasmo por algo que no me interesaba. Desde que tengo memoria, me fascinan las estrellas. Mi mayor ilusión era tener un telescopio, pero cada cumpleaños y cada Navidad era lo mismo: muñecas, cocinitas, juegos de té.

Mi padre intentó suavizar el ambiente: —Papá, mamá… Lucía lleva meses hablando de astronomía. ¿No sería mejor regalarle algo relacionado con eso?

Mi abuela se ofendió: —¡Ay, hijo! ¿Y qué va a hacer una niña mirando las estrellas? Eso son cosas de chicos.

La conversación se volvió incómoda. Mi madre se levantó para preparar café y yo aproveché para escapar al balcón. Desde allí veía el cielo de Madrid, apenas unas pocas estrellas entre la contaminación lumínica. Cerré los ojos e imaginé que flotaba entre planetas y galaxias, lejos de las discusiones familiares.

Esa noche, mientras cenábamos tortilla y ensalada en silencio, mi abuelo encendió la televisión para ver el telediario. Yo jugueteaba con el tenedor, sin hambre ni ganas de hablar. De repente, mi abuela se acercó y me acarició el pelo:

—Lucía, cariño, ¿por qué no juegas con la muñeca nueva? Mira qué bonita es.

No pude más. Me levanté de la mesa y corrí a mi habitación. Cerré la puerta y me tumbé boca abajo en la cama, ahogando los sollozos en la almohada. ¿Por qué nadie me escuchaba? ¿Por qué era tan difícil entender que yo no quería ser como las demás niñas?

Al día siguiente, en el colegio, conté a mi amiga Marta lo que había pasado.

—Mis abuelos son igual —me dijo—. El año pasado les pedí un libro de dinosaurios y me regalaron una cocinita.

—¿Y qué hiciste?

—Nada… Me puse triste, pero luego mi madre me llevó a la biblioteca y leí sobre dinosaurios igual.

Me sentí menos sola, pero seguía doliendo. Esa tarde, al volver a casa, encontré a mi madre sentada en el sofá con cara preocupada.

—Lucía, ven aquí —me llamó—. He hablado con los abuelos. Les cuesta entenderlo, pero te quieren mucho.

—¿Entonces por qué no me escuchan?

Mi madre suspiró:

—A veces los mayores creen que saben lo que es mejor para nosotros porque así lo aprendieron ellos. Pero eso no significa que tengan razón.

Me abrazó fuerte y sentí un poco de alivio. Pero el problema seguía ahí.

Pasaron los días y las muñecas se acumularon en una esquina de mi habitación. Una tarde de domingo, mientras mis padres discutían en voz baja en la cocina sobre si debían decir algo más a los abuelos o dejarlo estar, sonó el timbre. Era mi abuelo.

Entró despacio, con su bastón y su chaqueta de lana marrón.

—¿Puedo pasar? —preguntó desde la puerta.

Asentí sin mirarle.

Se sentó a mi lado en la cama y guardó silencio unos segundos.

—Cuando yo era pequeño —empezó—, mi padre quería que fuera torero como él. Pero yo tenía miedo a los toros. Nunca se lo dije… Me pasé años fingiendo que me gustaban las corridas sólo para no decepcionarle.

Le miré sorprendida. Nunca había oído esa historia.

—¿Y qué hiciste?

—Un día me escapé al río con mis amigos para pescar ranas. Mi padre se enfadó mucho cuando se enteró… Pero luego entendió que yo era feliz así.

Me acarició la cabeza y sonrió tristemente.

—Supongo que a veces los mayores olvidamos escucharos de verdad. Perdóname, Lucía.

Sentí un calorcito en el pecho y por primera vez en mucho tiempo le abracé sin rencor.

Esa noche cenamos juntos en familia y mi abuelo prometió llevarme al Planetario el próximo fin de semana. Mi abuela aún murmuraba algo sobre «niñas raras», pero ya no me dolía tanto.

Ahora sé que cambiar las tradiciones cuesta, pero también sé que el amor puede más si hay voluntad de escuchar.

A veces me pregunto: ¿Cuántos sueños se pierden por no escuchar a tiempo? ¿Cuántos niños esconden sus verdaderos deseos por miedo a decepcionar a quienes más quieren? ¿Y tú? ¿Alguna vez sentiste que tu voz no importaba en tu familia?