¿Por qué mis hijas me olvidaron?
—¿Por qué no viniste, Lucía? —mi voz tembló en el teléfono, mientras apretaba el delantal con las manos húmedas de tanto lavar platos—. Hoy era el aniversario de tu papá…
Del otro lado, solo escuché un suspiro y el ruido de tráfico. —Mamá, te dije que tenía junta en la oficina. Además, ¿para qué quieres que vaya? Ya sabes cómo es esto…
Colgué antes de que terminara la frase. Me quedé mirando el retrato de Witoldo —mi esposo, mi compañero de toda la vida—, con esa sonrisa tímida que siempre tenía cuando las niñas hacían travesuras. Él ya no está. Y yo… yo me quedé sola en esta casa grande, llena de recuerdos y vacía de voces.
Cuando Lucía y Mariana eran pequeñas, Witoldo y yo nos desvivíamos por ellas. Vivíamos en un barrio humilde de Guadalajara; él trabajaba doble turno en la fábrica de autopartes y yo vendía tamales en la esquina para completar el gasto. No había lujos: la ropa era heredada, los juguetes los hacíamos nosotros mismos con latas y cartón. Pero nunca faltó comida ni amor.
Recuerdo una noche, Mariana tenía fiebre y no teníamos dinero para el doctor. Witoldo salió bajo la lluvia a buscar a Doña Rosa, la curandera del barrio. Yo me quedé rezando junto a la cama, temblando de miedo. Cuando Mariana se recuperó, juramos que haríamos todo lo posible para que nuestras hijas tuvieran una vida mejor que la nuestra.
Años después, cuando Lucía entró a la universidad —la primera en toda la familia—, vendimos el coche viejo para pagarle los libros y el transporte. Mariana quería ser bailarina; le cosí su primer tutú con retazos de cortinas. Witoldo y yo nos privamos de todo: nunca fuimos al cine, nunca salimos a cenar solos. Todo era para ellas.
Pero ahora… ahora ni siquiera contestan mis mensajes. Lucía vive en Monterrey, trabaja en una empresa grande y viaja por todo el país. Mariana se fue a Buenos Aires con una beca de danza y apenas manda un correo cada dos meses. Cuando murió Witoldo hace tres años, pensé que ellas vendrían a acompañarme más seguido. Pero no fue así.
La última vez que estuvieron juntas aquí fue en Navidad. La cena fue un desastre: Lucía llegó tarde y Mariana no dejaba de mirar el celular. Discutieron por política, por dinero, por cosas viejas que yo ni recordaba. Al final, cada una se fue por su lado y yo recogí los platos sola, escuchando el eco de sus voces peleando en mi cabeza.
A veces me pregunto si hicimos mal en darles tanto. ¿Será que al privarnos nosotros les enseñamos a no valorar lo que cuesta? ¿O será que simplemente así es la vida ahora: los hijos crecen y se olvidan?
El otro día fui al mercado y Doña Rosa —la misma que curó a Mariana— me preguntó por mis hijas. Le dije que estaban bien, trabajando lejos. Ella me miró con esos ojos sabios y me dijo: —No se preocupe, comadre, los hijos siempre vuelven cuando más los necesita uno.
Pero yo no estoy tan segura.
Las noches son las peores. Me siento en la sala con el álbum de fotos: Lucía con su uniforme escolar, Mariana bailando en el festival del Día de las Madres, Witoldo abrazándonos a las tres después de un día largo. A veces lloro en silencio para que nadie me escuche —aunque ya nadie vive aquí para escucharme.
Hace dos semanas me caí en la cocina y estuve horas tirada en el suelo porque no podía levantarme. Nadie vino. Nadie llamó. Cuando logré arrastrarme hasta el teléfono y marqué a Lucía, solo contestó su buzón.
—¿Por qué no vienen? —le pregunté al retrato de Witoldo esa noche—. ¿Qué hicimos mal?
Al día siguiente recibí un mensaje de Mariana: “Mamá, estoy muy ocupada con los ensayos. Te llamo pronto”. No llamó.
He pensado en vender la casa e irme a vivir con mi hermana en Puebla, pero algo me detiene. Tal vez es la esperanza tonta de que un día mis hijas crucen esa puerta y me abracen como antes.
A veces sueño con Witoldo. En mis sueños él me dice: “Ya hicimos lo nuestro, ahora déjalas volar”. Pero ¿cómo se deja de ser madre? ¿Cómo se apaga ese amor que arde aunque duela?
El domingo pasado fue Día de las Madres. Preparé mole como cada año, puse flores frescas en la mesa y esperé todo el día. Nadie vino. Nadie llamó.
Al anochecer salí al patio y miré las luces de las casas vecinas: risas, música, familias reunidas. Sentí una punzada en el pecho —no sé si era tristeza o rabia— y grité al cielo: “¡¿Por qué me dejaron sola si les di todo?!”
El eco rebotó entre los muros vacíos.
Hoy escribo esto porque ya no puedo guardar más este dolor adentro. Porque sé que hay muchas madres como yo en México, en Colombia, en Argentina… mujeres que dieron todo por sus hijos y ahora solo reciben silencio.
¿Será que nuestros sacrificios fueron en vano? ¿O será que algún día ellas entenderán lo que es amar sin medida?
Quizá algún día Lucía o Mariana lean estas palabras y recuerden quién las esperó siempre con los brazos abiertos.
¿De verdad merecemos este olvido? ¿O es solo parte del precio de amar tanto?