¿Por qué nunca me abrazaste, mamá?
—Mamá, ¿por qué nunca me abrazaste?
La pregunta cayó en la cocina como una losa. El vapor de la tetera empañaba la ventana y el aroma de la tarta de manzana flotaba en el aire, pero todo se volvió irreal, lejano. Lucía, mi hija, me miraba con esos ojos grandes y serenos que heredó de su padre. Tenía ya treinta y cinco años, dos hijos y una vida propia. Pero en ese instante, sentí que era otra vez la niña de trenzas deshechas que corría por el pasillo de nuestro piso en Vallecas.
No supe qué decir. Me quedé mirando mis manos, arrugadas, manchadas por los años y el trabajo. ¿Cómo se responde a algo así? ¿Cómo se explica el frío que una lleva dentro desde pequeña?
—No lo sé, Lucía —susurré al fin, con la voz quebrada—. Supongo que nunca aprendí cómo hacerlo.
Ella no dijo nada. Solo asintió despacio y apartó la mirada hacia la ventana. El silencio se instaló entre nosotras, espeso como la niebla de noviembre en Madrid. Sentí un nudo en la garganta, una mezcla de culpa y rabia. ¿Cómo podía preguntarme eso ahora, después de tantos años? ¿No veía todo lo que hice por ella? Trabajé limpiando casas ajenas, cosiendo hasta la madrugada para que no le faltara nada. Pero claro, nunca un abrazo.
Recordé a mi madre, Carmen, una mujer dura como el granito de Galicia de donde vino. Nunca la vi llorar ni reír a carcajadas. En casa no había besos ni caricias, solo órdenes y silencios. Cuando mi padre murió en un accidente en la obra, yo tenía ocho años. Mamá se volvió aún más fría, más distante. «La vida es dura, María», repetía siempre. «No te encariñes demasiado con nadie».
Quizá por eso nunca supe cómo mostrar cariño. Cuando Lucía era pequeña y venía corriendo a enseñarme un dibujo o a pedirme que le leyera un cuento, yo le daba una palmadita en la cabeza y seguía con mis cosas. No era falta de amor; era miedo a romperme si me dejaba sentir demasiado.
—¿Te acuerdas cuando te caíste del columpio en el parque? —le pregunté de pronto—. Tenías seis años y te hiciste una herida en la rodilla.
Lucía sonrió con tristeza.
—Sí. Me llevaste a casa y me curaste con agua oxigenada. Me dijiste que no llorara, que las chicas fuertes no lloran.
Sentí una punzada en el pecho. ¿Eso era lo que recordaba de mí? ¿Frialdad? ¿Fuerza mal entendida?
—Lo siento —murmuré—. De verdad lo siento.
Lucía se acercó y me tomó la mano. Sus dedos eran cálidos y suaves.
—No te culpo, mamá. Solo quería entenderlo. Ahora que tengo hijos… a veces me descubro repitiendo tus palabras sin querer. Y me da miedo convertirme en ti.
Me estremecí. ¿Era ese mi legado? ¿Un ciclo de distancias y silencios?
—No tienes por qué ser como yo —le dije—. Puedes cambiarlo.
Ella asintió, pero sus ojos brillaban con lágrimas contenidas.
El reloj del comedor marcó las seis. Afuera, los niños jugaban en el patio del bloque mientras las vecinas charlaban apoyadas en las barandillas. Todo seguía igual que hace treinta años, pero dentro de mí algo se había roto.
Esa noche no pude dormir. Me levanté varias veces y recorrí el pasillo oscuro del piso, tocando las paredes como si buscara respuestas en las grietas del yeso. Pensé en mi infancia: los inviernos sin calefacción, los bocadillos de pan con chocolate cuando había suerte, los gritos de mi madre cuando llegaba cansada del trabajo. Pensé en Lucía: sus cumpleaños sin fiestas porque no había dinero ni tiempo; sus notas del colegio pegadas en la nevera; su primer novio al que recibí con desconfianza.
¿En qué momento se había instalado esa distancia entre nosotras? ¿Fue culpa mía o simplemente repetí lo que aprendí?
Al día siguiente llamé a mi hermana Pilar. Ella siempre fue más cariñosa, más abierta.
—¿Tú abrazas a tus hijos? —le pregunté sin rodeos.
Pilar rió al otro lado del teléfono.
—Claro que sí, María. Los abrazo cada vez que puedo. ¿Por qué lo preguntas?
Le conté lo que había pasado con Lucía. Pilar guardó silencio unos segundos.
—No te castigues tanto —me dijo al fin—. Cada una hace lo que puede con lo que tiene. Pero nunca es tarde para cambiar.
Colgué sintiéndome un poco menos sola pero igual de perdida.
Esa tarde fui a casa de Lucía sin avisar. Llevaba una bolsa con magdalenas recién hechas y un libro para sus hijos. Cuando abrió la puerta me miró sorprendida.
—¿Todo bien, mamá?
Asentí y entré al salón donde jugaban mis nietos. Los abracé uno a uno, torpemente al principio, pero ellos se rieron y me devolvieron el gesto sin reservas.
Lucía me miraba desde la puerta, emocionada.
—¿Ves? No es tan difícil —me dijo sonriendo entre lágrimas.
Me acerqué a ella y la abracé por primera vez desde que era niña. Sentí cómo algo dentro de mí se aflojaba, como si soltara un peso enorme que llevaba años cargando.
Ahora sé que los abrazos no curan todas las heridas, pero ayudan a cerrarlas poco a poco. Y aunque no puedo cambiar el pasado, sí puedo intentar construir un presente diferente para mi familia.
A veces me pregunto: ¿Cuántas madres en España han crecido sin saber cómo mostrar cariño? ¿Cuántos silencios heredamos sin darnos cuenta? ¿Y si hoy decidiéramos romper ese ciclo?