Promesas entre hermanas: El peso de ser la mayor

—Lo siento, Elena. De verdad, no puedo más con mamá —la voz de Lucía temblaba al otro lado del teléfono, como si cada palabra le costara lágrimas.

Me quedé en silencio unos segundos, apretando el móvil contra la oreja. Era la tercera vez esa semana que Lucía me llamaba llorando. Yo, la hermana mayor, la que siempre tenía que tener respuestas, la que nunca podía permitirse un desliz.

—Tranquila, Lucía. Ya sabes que puedes venirte a casa unos días si lo necesitas —le respondí, aunque en mi interior sentía una mezcla de rabia y cansancio. ¿Por qué siempre tenía que ser yo la que sostuviera a todos?

Desde pequeña supe que mi vida no sería sencilla. Cuando tenía seis años y Lucía nació, mamá me puso en las manos el biberón y me dijo: “Ayúdame, Elena. Eres la mayor”. Aprendí a calentar leche, a dormir con un oído atento por si Lucía lloraba. Lo hacía todo menos cambiarle los pañales. Mamá decía que eso era demasiado para una niña.

Pero con los años, las tareas cambiaron y se multiplicaron. Cuando Lucía empezó el colegio, yo ya era su tutora extraoficial: repasaba con ella las tablas de multiplicar, le preparaba la merienda y la defendía cuando mamá perdía la paciencia.

Mamá… Siempre tan exigente, tan dura. “En esta casa no hay sitio para flojos”, repetía mientras planchaba o cocinaba. Papá apenas estaba; trabajaba en la fábrica y llegaba tarde, cansado y silencioso. Así que éramos nosotras tres: mamá, Lucía y yo.

Recuerdo una tarde de invierno, cuando tenía catorce años. Mamá entró en mi cuarto sin llamar, como siempre.

—¿Has terminado los deberes de Lucía? —preguntó sin mirarme.

—Estoy con los míos, mamá —contesté, intentando no sonar molesta.

—Pues date prisa. Si tu hermana suspende otra vez matemáticas será culpa tuya.

Esa frase se me quedó grabada como una herida invisible. ¿Por qué todo era mi culpa? ¿Por qué nunca podía ser solo una niña?

Los años pasaron y las responsabilidades crecieron. Cuando terminé el instituto con matrícula de honor, mamá ni siquiera me felicitó. Solo dijo: “Era lo mínimo que esperaba de ti”.

Lucía empezó a rebelarse en la adolescencia. Salía con chicos mayores, llegaba tarde a casa y discutía con mamá a gritos. Yo intentaba mediar, pero era como apagar un incendio con las manos desnudas.

Una noche, después de una pelea especialmente dura, Lucía se encerró en mi habitación.

—No aguanto más a mamá —me susurró entre sollozos—. ¿Por qué es así contigo y conmigo?

La abracé fuerte, sintiendo el peso de su dolor y el mío propio. No tenía respuestas. Solo promesas vacías: “Todo irá mejor”.

Cuando cumplí veintitrés años y conseguí mi primer trabajo como administrativa en una gestoría del centro de Madrid, pensé que por fin podría empezar a vivir mi vida. Pero mamá se las arregló para seguir atándome.

—Ahora que ganas dinero, puedes ayudar con los gastos —me dijo sin miramientos—. Y no te olvides de tu hermana; necesita clases particulares.

Intenté poner límites, pero cada vez que lo hacía me sentía culpable. ¿Cómo iba a dejar sola a Lucía? ¿Cómo iba a abandonar a mamá?

El año pasado papá enfermó y todo empeoró. Mamá se volvió aún más controladora y amargada. Lucía se fue de casa para estudiar en Salamanca y yo me quedé sola con mamá y sus reproches diarios.

Hace dos semanas, Lucía volvió a Madrid por vacaciones. La tensión en casa era insoportable. Una noche, durante la cena, mamá empezó a criticarla por su ropa y sus amistades.

—¡No tienes vergüenza! —gritó mamá—. Si no fuera por tu hermana estarías perdida.

Lucía se levantó de la mesa y salió corriendo. Yo me quedé paralizada, mirando el plato frío frente a mí.

Esa misma noche fue cuando Lucía me llamó para disculparse por todo lo que estaba pasando.

—Elena, sé que siempre has estado ahí para mí… No sé cómo lo haces —me dijo entre lágrimas—. Pero no puedo seguir viviendo así. Mamá me asfixia.

Sentí un nudo en la garganta. Yo tampoco podía más, pero ¿cómo romper ese ciclo? ¿Cómo decirle a mamá que necesitaba vivir mi propia vida sin sentirme una traidora?

Hace unos días intenté hablar con ella.

—Mamá, necesito espacio. Quiero mudarme sola —le dije con voz temblorosa.

Ella me miró como si le hubiera clavado un cuchillo.

—¿Vas a dejarme sola? Después de todo lo que he hecho por ti…

No supe qué responderle. Me sentí egoísta y desagradecida. Pero también sentí rabia: ¿acaso mis sueños no importaban?

Ahora estoy aquí, sentada en el sofá de mi pequeño piso alquilado, escuchando los mensajes de voz de Lucía y los reproches silenciosos de mamá en mi cabeza.

Me pregunto si alguna vez podré liberarme del peso de ser la mayor. ¿Es posible querer a tu familia sin perderte a ti misma por el camino? ¿Cuántas Elenas hay ahí fuera viviendo esta misma historia?