Puertas cerradas: Me siento una extraña en la vida de mi hijo
—No, mamá, hoy tampoco es buen momento —me dijo Luis al teléfono, su voz cansada, casi impaciente. Sentí cómo se me encogía el corazón, como si una mano invisible apretara con fuerza mi pecho. Miré el reloj: las siete y media de la tarde, la hora en la que antes solíamos merendar juntos cuando era pequeño. Ahora, ni siquiera sé si sigue tomando café o si prefiere té.
Cinco años. Cinco años desde la última vez que crucé el umbral de su casa en Vallecas. Recuerdo aquel día como si fuera ayer: Marta, mi nuera, me recibió con una sonrisa tensa y los labios apretados. Apenas hablamos. Yo llevé una tarta de manzana, mi especialidad, pero nadie la probó. Desde entonces, las invitaciones se esfumaron y las llamadas se volvieron cada vez más cortas y distantes.
A veces me pregunto qué hice mal. ¿Fui demasiado protectora? ¿Demasiado sincera? ¿O simplemente estorbo en su nueva vida? En el barrio, las vecinas cuchichean cuando me ven sola en el portal. «Carmen, ¿no vas a ver a tu nieta?», me preguntó el otro día Rosario, la del tercero. Bajé la mirada y fingí buscar las llaves en el bolso.
El teléfono suena poco. Cuando lo hace, es para escuchar la voz de Luis, rápida y nerviosa: «Mamá, estamos muy liados, la niña tiene fiebre» o «Marta está cansada, mejor otro día». Nunca es buen momento. Nunca hay un hueco para mí.
Una tarde de domingo, decidí acercarme al parque donde sé que suelen ir. Me senté en un banco, fingiendo leer el periódico. Los vi a lo lejos: Luis empujando el carrito de Lucía y Marta hablando por el móvil. Dudé en acercarme. El corazón me latía tan fuerte que temí que se notara desde lejos. Cuando por fin reuní valor y me acerqué, Marta me miró de arriba abajo y apenas murmuró un «hola» seco. Luis sonrió, pero su sonrisa era forzada, como si temiera que Marta se enfadara si mostraba demasiado afecto.
—¿Quieres coger a Lucía? —preguntó Luis, casi en un susurro.
—No hace falta —interrumpió Marta—. Está dormida y luego se despierta de mal humor.
Me quedé allí, de pie, sintiéndome invisible. Al cabo de unos minutos incómodos, se despidieron apresurados. Volví a casa con las manos vacías y el alma aún más vacía.
Las noches son las peores. Me tumbo en la cama y repaso una y otra vez cada conversación, cada gesto, buscando señales de lo que hice mal. Recuerdo cuando Luis era pequeño y venía corriendo a mis brazos después del colegio. Ahora parece que corre en dirección contraria.
Un día recibí una llamada inesperada. Era mi hermana Pilar.
—Carmen, tienes que hablar con ellos —me dijo—. No puedes seguir así.
—¿Y qué les digo? —pregunté entre lágrimas—. Si cada vez que intento acercarme me cierran la puerta.
—Diles lo que sientes. Que te duele. Que los echas de menos.
Reuní valor y escribí una carta a Luis. No era buena con las palabras escritas, pero puse todo mi corazón:
«Querido hijo,
No sé qué he hecho para merecer este silencio, pero me duele cada día no poder veros ni abrazar a mi nieta. Si he cometido errores, te pido perdón. Solo quiero ser parte de vuestra vida. Os quiero más de lo que puedo expresar.
Mamá»
No recibí respuesta.
Pasaron los meses y mi salud empezó a resentirse. El médico me dijo que tenía que cuidarme más, pero ¿cómo se cuida una el corazón roto? Un día, mientras esperaba en la consulta del centro de salud, vi a Marta salir con Lucía de pediatría. Dudé en saludarla, pero ella me vio primero y desvió la mirada rápidamente.
Esa noche soñé con mi madre. Ella también sufrió el rechazo de su familia por decir lo que pensaba demasiado alto en tiempos difíciles. Me desperté llorando y con una pregunta clavada en el pecho: ¿estamos condenadas las madres a ser siempre las malas cuando los hijos crecen?
Un sábado cualquiera, mientras regaba las plantas del balcón, escuché risas infantiles en la calle. Me asomé y vi a Lucía jugando con otros niños del barrio. Mi nieta estaba tan cerca… pero tan lejos al mismo tiempo.
Decidí intentarlo una vez más. Preparé una bolsa con juguetes antiguos de Luis y una bufanda tejida para Lucía. Fui hasta su portal y llamé al timbre.
—¿Sí? —contestó Marta por el telefonillo.
—Soy yo… Carmen. Solo quería dejar unas cosas para Lucía.
Hubo un silencio largo.
—Déjalas en el buzón —dijo finalmente Marta.
Colgué la bolsa del buzón y me marché antes de que alguien pudiera verme llorar.
Esa noche llamé a Luis por última vez.
—Hijo, solo quiero saber si estáis bien —dije con voz temblorosa.
—Estamos bien, mamá —respondió él—. Pero ahora mismo… es mejor así.
Colgó antes de que pudiera decir nada más.
Desde entonces he aprendido a vivir con la ausencia como quien aprende a vivir con una herida que nunca termina de cerrar. Sigo esperando una llamada, una señal, algo que me devuelva a mi hijo y a mi nieta.
A veces me pregunto: ¿de verdad merezco este castigo? ¿O es simplemente el precio de amar demasiado? ¿Cuántas madres habrá como yo en España, sentadas frente a una puerta cerrada esperando ser invitadas a pasar?
¿Vosotros qué pensáis? ¿Es posible reconstruir un puente roto entre madre e hijo o hay heridas que nunca sanan?