¿Quién soy para ti, papá?
—¿Cómo te llamas, cariño? —preguntó mi padre, con la mirada perdida en el techo blanco del hospital.
Me quedé helada. Tenía nueve años y, hasta ese momento, creía que el olvido era cosa de los cuentos tristes que leía mi madre en voz baja por las noches. Pero allí estaba él, mi padre, el hombre que me enseñó a montar en bici en el parque del Retiro, mirándome como si fuera una extraña.
—Papá, soy Lucía —susurré, intentando no llorar. Mi madre, Carmen, apretó mi mano con fuerza, como si así pudiera evitar que el mundo se desmoronara.
Todo empezó mucho antes de esa tarde. Mis padres nunca planearon tenerme tan pronto. Se conocieron en la universidad de Salamanca, entre cafés y apuntes de Derecho. Mi madre soñaba con recorrer Europa; mi padre, con abrir su propio despacho. Pero la vida, como siempre, tenía otros planes. Cuando supieron que yo venía en camino, el miedo se instaló en casa como un huésped incómodo.
—¿Y si no estamos preparados? —le oí decir a mi padre una noche, creyendo que yo dormía.
—Nadie lo está, Jaime —respondió mi madre—. Pero te prometo que lo intentaremos juntos.
Crecí entre sus dudas y sus promesas. Mi infancia fue una mezcla de risas en la cocina y discusiones a puerta cerrada. Recuerdo los domingos en casa de los abuelos en Segovia, el olor a lechazo asado y las historias de la guerra que contaba mi abuelo Antonio. Pero también recuerdo los silencios incómodos cuando mis padres evitaban mirarse a los ojos.
La enfermedad llegó como una tormenta inesperada. Primero fueron los olvidos pequeños: las llaves perdidas, los nombres cambiados. Luego, las ausencias más largas: mi padre se quedaba mirando la televisión sin verla, o salía a comprar el pan y volvía horas después sin recordar por qué había salido.
—No es nada —decía él—. Solo estoy cansado.
Pero todos sabíamos que era algo más. El diagnóstico llegó un martes lluvioso: Alzheimer precoz. Tenía solo cuarenta y tres años.
Mi madre se convirtió en enfermera, psicóloga y sostén de la familia. Yo aprendí a hacerme mayor demasiado pronto. Dejé de pedir ayuda con los deberes y empecé a cuidar de mi padre cuando ella tenía que trabajar doble turno en la farmacia del barrio.
Una tarde, mientras intentaba enseñarle a mi padre cómo atarse los cordones otra vez, él me miró con una ternura infinita.
—Eres mi milagro —me dijo—. Aunque a veces no recuerde tu nombre, nunca olvido lo que siento por ti.
Esas palabras me acompañaron durante años. Porque el olvido avanzaba rápido: primero se llevó los recuerdos felices, luego los nombres de la familia, después la noción del tiempo. Mi madre lloraba en silencio cada vez que él preguntaba por su propia madre, muerta hacía décadas.
Los amigos dejaron de venir. La familia empezó a distanciarse; las visitas se hacían cada vez más cortas y llenas de excusas. En el colegio, mis compañeros no entendían por qué no podía ir a las excursiones o quedarme a dormir en sus casas.
—¿Por qué tu padre está siempre enfermo? —me preguntó Marta un día en el recreo.
No supe qué responderle. ¿Cómo explicar que el hombre fuerte y alegre que me llevaba al Rastro los domingos ahora necesitaba ayuda para vestirse?
La tensión en casa crecía cada día. Mi madre y yo discutíamos por cualquier cosa: la ropa sucia, la comida fría, los deberes sin hacer. Pero detrás de cada grito había miedo: miedo a perderlo todo, miedo a no ser suficiente.
Una noche, después de una discusión especialmente dura, mi madre se sentó a mi lado en la cama.
—Lo siento, Lucía —me dijo entre lágrimas—. No sé cómo hacerlo mejor.
La abracé fuerte. Por primera vez entendí que ella también estaba rota por dentro.
El tiempo pasó y la enfermedad siguió su curso implacable. Mi padre dejó de reconocerme casi por completo. Solo a veces, en medio de la confusión, me llamaba «mi pequeña milagro» y me sonreía como antes.
El día que murió fue uno de esos días grises de Madrid en noviembre. La casa estaba llena de flores y de gente que apenas recordaba. Todos decían lo mismo:
—Era un buen hombre… Qué injusta es la vida.
Pero nadie sabía lo difícil que había sido todo: las noches sin dormir, el miedo constante al futuro, la sensación de estar perdiendo a alguien poco a poco mientras seguía vivo.
Ahora tengo veinticinco años y sigo buscando respuestas entre los recuerdos rotos de mi infancia. A veces me pregunto si algún día podré formar mi propia familia sin ese miedo pegado a la piel.
¿Es posible aprender a querer sin temor al olvido? ¿O estamos todos condenados a repetir los errores de quienes nos criaron?