Regreso Amargo: La Avaricia de Mi Yerno Rompió Nuestra Familia

—¿Cien euros? ¿Eso es todo lo que puedes darle a Lucía por su cumpleaños? —La voz de Álvaro retumbó en el salón, cortando el aire como un cuchillo. Mi hija, Carmen, bajó la mirada, avergonzada. Lucía, mi nieta de ocho años, sostenía el sobre con una sonrisa tímida, sin entender la tensión que se apoderaba de los adultos.

Apenas llevaba dos semanas de vuelta en Madrid después de casi veinte años trabajando en Alemania. Había soñado con este momento: volver a casa, abrazar a mi familia, recuperar el tiempo perdido. Pero nada era como lo recordaba. La casa estaba más fría, las conversaciones más cortas y los silencios más largos.

—Álvaro, por favor… —susurró Carmen, intentando calmarlo.

—No, Carmen. Es que no lo entiendo —insistió él—. Con lo que está todo de caro… cien euros no dan ni para una tarde en el centro comercial. ¿O es que después de tantos años fuera ya no sabes cómo funciona esto?

Sentí un nudo en la garganta. No era el dinero. Era el desprecio, la falta de gratitud. Recordé las noches en Hamburgo, trabajando horas extras en la fábrica para enviar dinero a casa. Cada euro que ahorraba era para ellos: para que Carmen pudiera estudiar, para que Lucía tuviera un futuro mejor. ¿Y ahora esto?

Me levanté despacio del sofá y miré a Lucía. Ella me sonrió y corrió a abrazarme.

—Gracias, abuelo. Me voy a comprar un libro y unas pinturas —dijo con esa inocencia que sólo tienen los niños.

Pero Álvaro bufó y salió del salón dando un portazo. El silencio se hizo aún más pesado.

Esa noche apenas dormí. Escuchaba las voces apagadas de Carmen y Álvaro discutiendo en la cocina. Palabras como «egoísmo», «sacrificio» y «merecemos más» flotaban en el aire. Me pregunté en qué momento mi familia se había convertido en esto: una batalla constante por el dinero, por lo material.

Al día siguiente intenté hablar con Carmen.

—Hija, ¿qué está pasando? Antes no éramos así…

Ella me miró con los ojos llenos de lágrimas.

—Papá, todo ha cambiado. Álvaro perdió el trabajo hace meses y no quiere que nadie lo sepa. Está frustrado, se siente menos… Y yo… yo estoy cansada. Todo es una lucha.

Me sentí culpable por no haber estado aquí cuando más me necesitaban. Por haberme perdido los pequeños detalles: las cenas familiares, los cumpleaños, las conversaciones en la sobremesa.

Los días pasaron y la tensión no hizo más que crecer. Álvaro empezó a evitarme; apenas cruzábamos palabra. Carmen estaba cada vez más ausente y Lucía… Lucía se refugiaba en sus dibujos y sus libros.

Una tarde, mientras preparaba una tortilla de patatas —intentando recuperar algo del calor familiar— escuché a Álvaro hablando por teléfono en el pasillo.

—Si el viejo tiene ahorros, podríamos pedirle algo más… Total, después de tantos años fuera seguro que tiene dinero guardado —decía en voz baja.

Sentí una mezcla de rabia y tristeza. ¿Era eso lo que pensaban de mí? ¿Un cajero automático? ¿Dónde había quedado el amor, el respeto?

Esa noche reuní a todos en el salón.

—Quiero hablar con vosotros —dije con voz firme—. Sé que las cosas no están bien y que el dinero es un problema. Pero yo no he vuelto para ser una cartera con patas. He vuelto porque os echo de menos, porque quiero estar con mi familia.

Álvaro me miró desafiante.

—¿Y qué esperabas? Aquí todo cuesta dinero. No vivimos como antes. Tú te fuiste y nosotros tuvimos que apañarnos como pudimos.

Carmen rompió a llorar y Lucía se abrazó a ella.

—No quiero que discutáis más —susurró la niña—. Quiero que estemos juntos.

Me senté junto a Lucía y le acaricié el pelo.

—A veces los adultos nos olvidamos de lo importante —le dije—. Pero te prometo que haré todo lo posible para que volvamos a ser una familia.

Las semanas siguientes fueron un calvario. Álvaro seguía distante y cada vez más irritable. Un día llegó borracho a casa y empezó a gritarme delante de Lucía.

—¡Tú no eres nadie para decirme cómo llevar mi vida! ¡Ni siquiera estuviste aquí cuando nació tu nieta!

Carmen intentó separarnos pero él empujó una silla y salió dando un portazo. Lucía lloraba desconsolada.

Esa noche tomé una decisión dolorosa: me iría de casa para no ser motivo de más discusiones. Le dejé una carta a Carmen explicándole mis razones y diciéndole que siempre estaría para ella y para Lucía.

Me mudé a un pequeño piso en Vallecas. Los días eran grises y solitarios, pero al menos ya no había gritos ni reproches. Carmen me llamaba de vez en cuando; Lucía me enviaba dibujos por WhatsApp: casas llenas de colores, familias sonrientes…

Un domingo por la tarde recibí la visita inesperada de Carmen y Lucía. Me abrazaron fuerte y lloramos juntos largo rato.

—Papá —me dijo Carmen—, he decidido separarme de Álvaro. No puedo más. No quiero que Lucía crezca pensando que esto es normal.

Sentí alivio y tristeza al mismo tiempo. Sabía que sería duro para ellas, pero también sabía que era lo mejor.

Hoy intento reconstruir mi relación con mi hija y mi nieta. Vamos juntos al Retiro los domingos, comemos churros en San Ginés y hablamos mucho. Poco a poco vamos curando las heridas.

A veces me pregunto: ¿En qué momento dejamos que el dinero valiera más que el amor? ¿Cuántas familias se rompen por culpa de la avaricia o del miedo? ¿Y vosotros? ¿Habéis sentido alguna vez que vuestra familia se alejaba por cosas materiales?