Segundas oportunidades: El amor inesperado a los setenta y tres
—¿Pero tú te has vuelto loca, Carmen? —La voz de mi hija Elena retumbó en el salón, rebotando entre las fotos familiares y los muebles antiguos que aún olían a mi difunto marido, Antonio.
Me quedé quieta, con las manos temblorosas sobre la mesa de madera. Tenía setenta y tres años y, hasta hace poco, creía que mi vida ya no podía sorprenderme. La rutina era mi refugio: levantarme temprano, regar las plantas del balcón, ver el telediario, hacer la compra en el mercado de la plaza y tomar café con las vecinas. Desde que Antonio se fue hace seis años, la soledad era mi única compañía fiel.
Pero todo cambió aquel martes de abril. Había ido a la farmacia a recoger mis pastillas para la tensión cuando lo vi. Ramón, con su bastón y su sonrisa torcida, estaba discutiendo con la farmacéutica porque no encontraba su receta electrónica. Me acerqué para ayudarle, casi por inercia, y acabamos riéndonos los tres de lo torpes que nos volvemos con la tecnología. Al salir, me ofreció acompañarme hasta casa. Acepté, sin saber muy bien por qué.
—¿Te apetece un café? —le pregunté al llegar al portal, sorprendida de escuchar mi propia voz.
Y así empezó todo. Café tras café, paseo tras paseo. Ramón era viudo también, y aunque tenía un humor ácido que a veces me sacaba de quicio, me hacía sentir viva. Me hablaba de sus años como profesor en un instituto de Vallecas, de su nieta Lucía que estudiaba medicina en Salamanca, de sus miedos y sus sueños truncados. Yo le contaba de Antonio, de mis hijos, de cómo echo de menos bailar pasodobles en las verbenas del barrio.
Al principio pensé que solo era amistad. Pero una tarde, mientras paseábamos por el Retiro y los castaños estaban en flor, me cogió la mano. Sentí una corriente eléctrica recorrerme el cuerpo. Me asusté. ¿Cómo podía estar sintiendo esto a mi edad?
—Carmen —me dijo—, no sé si esto es una locura, pero me haces ilusión. Mucha.
Me reí nerviosa. ¿Ilusión? ¿A estas alturas? Pero sí, yo también sentía mariposas en el estómago. Y eso me daba miedo.
No se lo conté a nadie durante semanas. Ni a mis amigas del dominó ni a mis hijos. Guardaba aquel secreto como un tesoro y una vergüenza al mismo tiempo. ¿Qué iban a pensar? ¿Que me había vuelto loca? ¿Que estaba traicionando la memoria de Antonio?
Pero Ramón insistió en conocer a mi familia. Así que una tarde invité a comer a Elena y a mi hijo Luis.
—Mamá, ¿quién es ese señor? —preguntó Luis nada más entrar.
—Un amigo —respondí, sintiendo cómo me ardían las mejillas.
La comida fue un desastre. Elena apenas probó bocado y Luis no paraba de hacer preguntas incómodas. Ramón intentó bromear, pero el ambiente era tan denso que casi podía cortarse con cuchillo.
—No entiendo qué necesidad tienes de esto —me dijo Elena cuando Ramón se fue—. Papá solo lleva seis años muerto.
—¿Y qué quieres? ¿Que me pudra sola en casa? —le respondí por primera vez con rabia—. ¿No tengo derecho a ser feliz?
Elena se echó a llorar. Yo también. Nos abrazamos en silencio, pero sentí que algo se había roto entre nosotras.
Las semanas siguientes fueron un infierno. Mis hijos apenas me llamaban y mis amigas cuchicheaban cuando llegaba al centro de mayores con Ramón del brazo. Una tarde incluso escuché a la señora Pilar decir: «A esa edad ya no está bien andar con novios».
Me encerré en casa varios días. Dudé de mí misma. ¿Y si tenían razón? ¿Y si estaba haciendo el ridículo? Ramón venía cada tarde a tocar el timbre y yo no le abría. Hasta que un día dejó una nota bajo la puerta:
«Carmen: La vida es demasiado corta para vivirla con miedo. Si quieres seguir adelante conmigo, aquí estaré. Si no, te deseo toda la felicidad del mundo».
Lloré como una niña. Recordé todas las veces que había renunciado a algo por miedo al qué dirán: cuando quise estudiar Bellas Artes y mi padre me obligó a ser maestra; cuando Antonio y yo discutíamos pero yo callaba para no molestar; cuando mis hijos crecieron y sentí que ya no tenía derecho a tener sueños propios.
Cogí el teléfono y llamé a Ramón.
—¿Te apetece bailar conmigo esta noche? —le pregunté entre sollozos.
Esa noche fuimos juntos a la verbena del barrio. Bailamos pasodobles bajo las luces de colores como dos adolescentes torpes pero felices. Sentí que volvía a tener veinte años.
Poco a poco mis hijos fueron aceptando la situación. Luis incluso invitó a Ramón a ver un partido del Atleti juntos y Elena empezó a preguntarme por él con curiosidad en vez de reproche. Mis amigas dejaron de murmurar cuando vieron que yo era feliz.
Ahora, cada mañana al despertar junto a Ramón, me pregunto por qué nos cuesta tanto aceptar que la vida puede sorprendernos incluso cuando creemos que ya lo hemos vivido todo.
¿No tenemos todos derecho a una segunda oportunidad? ¿Por qué nos da tanto miedo ser felices cuando ya hemos llorado suficiente?