Sesenta años de soledad y un café en la Plaza Mayor
—¿Te importa si me siento aquí? —preguntó una voz suave, interrumpiendo mi ritual de cada tarde en la terraza del Café Central, justo frente a la Plaza Mayor. Levanté la vista del periódico, algo molesto por la interrupción, y me encontré con los ojos de Carmen. No era joven, pero tenía una energía luminosa que contrastaba con el gris de aquel día de noviembre.
—Por supuesto, adelante —respondí, intentando disimular mi incomodidad. Siempre he sido un hombre de costumbres y, a mis sesenta años, no esperaba que nada ni nadie alterara mi rutina.
Me llamo Antonio. Nací en Chamberí y nunca he salido de Madrid más allá de algún viaje ocasional a la playa con amigos. No me casé, no tuve hijos. Mis padres murieron hace años y mi hermana, Lucía, vive en Valencia con su familia. Mi vida ha sido tranquila, predecible y, hasta hace poco, creía que eso era suficiente.
Carmen pidió un café solo y sacó un libro del bolso. Durante unos minutos compartimos el silencio, cada uno absorto en lo suyo. Pero algo en su presencia me inquietaba. Quizá era la forma en que hojeaba las páginas, o cómo miraba de reojo a los músicos callejeros que tocaban cerca. Sentí una punzada de curiosidad y, sin pensarlo mucho, le pregunté:
—¿Vienes mucho por aquí?
Ella sonrió. —Desde que me jubilé, casi todos los días. Me gusta observar a la gente. ¿Y tú?
—Llevo viniendo aquí desde que tenía veinte años —respondí con cierto orgullo—. Es mi refugio.
Carmen asintió y guardó silencio unos segundos antes de decir: —A veces los refugios se convierten en prisiones.
Sus palabras me golpearon más de lo que esperaba. ¿Era mi vida una prisión? Siempre había defendido mi independencia frente a mis amigos casados: «Yo hago lo que quiero, cuando quiero», solía decirles. Pero últimamente, cuando volvía a casa por las noches y encendía la televisión para cenar solo, sentía un vacío que no sabía cómo llenar.
Durante semanas, Carmen y yo coincidimos en el café. Hablábamos de libros, de música, de política —ella era más progresista que yo— y de nuestras familias. Me contó que había enviudado hacía cinco años y que sus hijos vivían fuera de España. Yo le confesé que nunca había sentido la necesidad de formar una familia propia.
Una tarde lluviosa de diciembre, Carmen me preguntó:
—¿Nunca te has arrepentido de no tener hijos?
Me quedé callado. No era una pregunta fácil. Recordé las cenas navideñas con Lucía y sus hijos, donde yo era el «tío soltero» que siempre traía regalos caros pero nunca historias propias que contar. Recordé también las noches en las que el silencio de mi piso me resultaba insoportable.
—A veces —admití finalmente—. Pero siempre pensé que era demasiado tarde para cambiar.
Carmen me miró fijamente. —Nunca es demasiado tarde para empezar algo nuevo.
Aquella noche no pude dormir. Me revolvía en la cama pensando en todo lo que había dejado pasar por miedo al compromiso o simplemente por inercia. Mis amigos —Carlos, Manolo y Teresa— siempre decían que yo era el más libre del grupo, pero ¿de qué servía esa libertad si nadie compartía mis días?
En Nochebuena, Lucía me llamó para invitarme a Valencia. Rechacé la invitación con la excusa de siempre: «Demasiado trabajo». Pero esa noche cené solo otra vez y sentí una tristeza profunda.
El 2 de enero, Carmen me propuso ir juntos al cine. Era la primera vez en años que alguien me invitaba a salir sin motivo aparente. Dudé unos segundos antes de aceptar.
La película era mala, pero la compañía fue excelente. Caminamos por la Gran Vía iluminada y hablamos durante horas. Al despedirnos, Carmen me besó en la mejilla y me dijo:
—Gracias por atreverte a cambiar tu rutina.
A partir de ese día, nuestras tardes en el café se convirtieron en paseos por El Retiro, visitas a exposiciones y cenas improvisadas en su casa o en la mía. Mis amigos empezaron a notar el cambio: Carlos bromeaba diciendo que «el lobo solitario por fin había encontrado manada».
Pero no todo era fácil. Una tarde discutimos porque yo no quería conocer a sus hijos cuando vinieran de visita desde Barcelona. Me aterraba enfrentarme a una familia ajena a mi mundo solitario.
—No puedes seguir huyendo toda la vida —me dijo Carmen con lágrimas en los ojos—. Si quieres estar conmigo, tienes que aceptar también a los míos.
Aquella noche volví a casa sintiéndome más solo que nunca. Llamé a Teresa para pedirle consejo.
—Antonio —me dijo ella—, la vida no espera a nadie. Si has encontrado algo bueno, lucha por ello aunque te dé miedo.
Al día siguiente llamé a Carmen y le pedí perdón. Le dije que quería conocer a sus hijos, aunque estuviera muerto de miedo.
El encuentro fue incómodo al principio; sus hijos me miraban con desconfianza y hacían preguntas incómodas sobre mi pasado solitario. Pero poco a poco fui encontrando mi lugar entre ellos.
Hoy escribo esto sentado junto a Carmen en nuestro banco favorito del Retiro. Han pasado seis meses desde aquel primer café y siento que mi vida ha cambiado más en este tiempo que en los últimos treinta años.
A veces me pregunto: ¿Por qué esperé tanto para atreverme a vivir? ¿Cuántas oportunidades dejamos pasar por miedo al cambio?
¿Y vosotros? ¿Os habéis atrevido alguna vez a romper vuestra rutina para empezar algo nuevo?