Setenta años de silencio: la historia de una madre y su hijo perdido
—¿De verdad vas a venir este año, Álvaro? —pregunto al teléfono, con la voz temblorosa, mientras miro la foto de mi hijo en la estantería.
Silencio. Al otro lado, sólo escucho el murmullo lejano de una televisión. Sé que Lucía está ahí, escuchando. Sé que no le gusta que hablemos. Finalmente, la voz de mi hijo llega, apagada, como si hablara desde el fondo de un pozo.
—Mamá, este año… no va a poder ser. Tenemos mucho lío con los niños y… ya sabes cómo está todo.
Cuelgo antes de que termine la frase. No quiero escuchar más excusas. No quiero llorar delante de él. Me quedo sentada en la cocina, con el móvil en la mano y el corazón hecho trizas. Dentro de dos semanas cumplo setenta años y sé que estaré sola. Otra vez.
Me llamo Carmen y nací en un pequeño pueblo de Castilla-La Mancha. Mi vida nunca fue fácil, pero siempre pensé que el amor de una madre podía con todo. Me casé joven con Antonio, un hombre trabajador pero seco, incapaz de una caricia o una palabra amable. Nuestra casa era fría, no por falta de calefacción, sino por falta de ternura. Cuando nació Álvaro, creí que todo cambiaría. Que él sería mi alegría, mi razón para seguir adelante.
Pero los gritos entre Antonio y yo eran el pan de cada día. Discutíamos por todo: el dinero, las horas que pasaba en el bar, su indiferencia hacia mí y hacia nuestro hijo. Recuerdo una noche en la que Álvaro, con apenas ocho años, se escondió debajo de la mesa mientras nosotros nos lanzábamos reproches como cuchillos.
—¡Siempre estás encima del niño! ¡Déjale respirar! —gritó Antonio.
—¡Si tú le prestaras un poco de atención, no tendría que hacerlo yo! —le respondí, con lágrimas en los ojos.
Álvaro temblaba en silencio. Yo no lo vi entonces, pero ahora lo recuerdo todo con una claridad dolorosa.
Cuando Antonio se marchó definitivamente —una mañana cualquiera, sin despedidas ni explicaciones— me quedé sola con Álvaro. Me volqué en él hasta asfixiarle. Le exigía buenas notas, le controlaba las amistades, le llamaba cada vez que salía tarde del instituto. Quería protegerle del mundo, pero lo único que conseguí fue alejarle del mío.
Los años pasaron y Álvaro se fue a estudiar a Madrid. Al principio me llamaba cada semana. Luego cada mes. Después sólo en Navidad o cuando necesitaba algo. Cuando conoció a Lucía, sentí celos. No lo reconocí entonces, pero era así: celos de esa chica risueña que le hacía reír como yo nunca supe hacerlo.
La primera vez que vinieron juntos a casa fue un desastre. Yo estaba nerviosa y quise impresionarles con una comida especial. Pero Lucía no comía carne y yo lo olvidé. Se lo tomó bien, pero yo me sentí humillada y respondí con frialdad.
—Aquí siempre se ha comido lo que hay —dije, cruzando los brazos.
Álvaro me miró con decepción. Esa noche discutimos en la cocina.
—Mamá, tienes que entender que Lucía es importante para mí.
—¿Y yo qué soy? ¿Un mueble viejo? —le solté sin pensar.
Él se fue dando un portazo. Desde entonces, las visitas fueron cada vez más escasas y tensas.
Cuando nació mi primer nieto, pensé que todo cambiaría. Pero Lucía apenas me dejaba ver al niño. Decía que era mejor así, que no quería conflictos ni malos rollos delante del pequeño. Álvaro se fue alejando poco a poco, como si yo fuera una enfermedad contagiosa.
Hace dos años tuve un infarto leve. Estuve ingresada tres días y nadie vino a verme. Ni una llamada. Cuando salí del hospital, llamé a Álvaro entre sollozos.
—Mamá… es que Lucía estaba mala y los niños tenían fiebre…
No le creí. Sentí rabia y dolor a partes iguales. Le colgué sin despedirme.
Ahora paso los días mirando por la ventana del salón, viendo cómo las hojas caen en el parque vacío frente a mi casa. Mis amigas del barrio han ido desapareciendo: unas murieron, otras se mudaron cerca de sus hijos o nietos. Yo sólo tengo mi soledad y mis recuerdos.
A veces pienso en llamar a Lucía y pedirle perdón por todas las veces que fui dura o injusta con ella. Pero el orgullo me puede. Otras veces imagino a Álvaro entrando por la puerta con una tarta y mis nietos corriendo hacia mí gritando «¡abuela!». Pero sé que eso no va a pasar.
El otro día encontré una carta vieja de mi madre entre las páginas de un libro. Me decía: «Carmen, nunca olvides que los hijos no son nuestros; sólo los cuidamos un tiempo». Ahora entiendo esas palabras demasiado tarde.
Me gustaría decirle a otras madres que no cometan mis errores: no intentéis retener a vuestros hijos con reproches ni chantajes emocionales. No hagáis de ellos vuestro único refugio contra la soledad o el fracaso matrimonial. Porque cuando se vayan —y se irán— os quedaréis solas con vuestro dolor y vuestro arrepentimiento.
A veces me pregunto si aún estoy a tiempo de arreglar algo antes de morir. ¿Debería llamarles una vez más? ¿O resignarme a este silencio? ¿Cuántas madres habrá ahora mismo sintiendo este mismo vacío?
¿Vosotras también habéis sentido alguna vez que perdisteis a vuestros hijos por culpa vuestra? ¿Creéis que aún hay esperanza para nosotras?