Siempre joven: El precio de un rostro sin edad
—¿Pero cuántos años tienes, Lucía? —preguntó mi tía Carmen, con esa sonrisa entre divertida y escéptica, mientras toda la familia se reía a carcajadas en la sobremesa de Navidad.
Sentí el rubor subir por mis mejillas. Otra vez. Otra vez esa pregunta, esa broma, ese comentario que parecía halago pero que, en realidad, era una daga. Tenía treinta y seis años, pero nadie me creía. Mi piel lisa, mi rostro sin arrugas, mi cuerpo menudo… todo en mí gritaba juventud, aunque por dentro sentía el peso de los años y de las decepciones.
—Treinta y seis, tía —repetí, forzando una sonrisa—. Treinta y seis.
Mi prima Laura, que tenía solo veintiocho, me miró con una mezcla de envidia y fastidio. Ella siempre había sido la guapa de la familia, la que salía en las fotos de Instagram con cientos de likes. Pero desde hacía unos años, la gente empezó a decir que yo parecía su hermana pequeña. Y eso, lejos de unirnos, nos separó aún más.
—Pues yo no sé qué haces —dijo Laura, con voz aguda—. Yo ya tengo patas de gallo y tú nada. ¿Te haces algo? ¿Botox? ¿Cremas raras? ¿O es que no tienes preocupaciones?
La mesa se llenó de risas y comentarios. Mi madre intervino:
—Lucía siempre ha sido así. Desde pequeña parecía una muñeca. Yo creo que es porque no sale mucho al sol…
No salgo al sol porque me da miedo mirarme al espejo bajo la luz del mediodía. Porque cada vez que lo hago, veo a una niña atrapada en el cuerpo de una mujer adulta. Porque cada vez que alguien me dice «qué suerte tienes», siento que no puedo crecer, madurar, ni ser tomada en serio.
En el instituto, los profesores siempre me pedían el carnet para entrar a los exámenes. En la universidad, los chicos no se fijaban en mí porque parecía demasiado joven. En el trabajo, mis compañeros me trataban como a una becaria eterna. Y cuando intenté ascender en la empresa de seguros donde trabajo, mi jefe —don Manuel, un hombre seco y tradicional— me dijo:
—Lucía, eres muy buena en lo tuyo, pero necesitamos a alguien con más presencia… alguien que imponga respeto.
Presencia. Respeto. Palabras que nunca asociaron conmigo porque mi aspecto no encajaba con la imagen de una mujer adulta y segura. ¿Cómo iba a imponer respeto si ni siquiera mi familia me tomaba en serio?
Mi padre siempre decía:
—No te quejes, hija. Ya verás cuando tengas cincuenta y sigas pareciendo de treinta. Eso sí es un chollo.
Pero yo no quería parecer joven. Quería ser vista como una igual, como una adulta capaz de tomar decisiones importantes. Quería que mi opinión contara en las reuniones familiares, que mis parejas no me dejaran porque «parecía su hermana pequeña» cuando salíamos juntos por Madrid.
Recuerdo especialmente a Sergio, el único hombre al que he amado de verdad. Tenía cuarenta años y era profesor de literatura en un instituto público de Vallecas. Al principio todo era perfecto: largas conversaciones sobre libros, paseos por El Retiro, cenas improvisadas en su piso lleno de plantas. Pero poco a poco noté cómo evitaba presentarme a sus amigos.
—Es que… no quiero que piensen cosas raras —me dijo una noche—. Pareces tan joven…
Esa frase me rompió por dentro. No era yo la que estaba con él; era mi aspecto el que estaba con él. Mi juventud eterna era una barrera invisible entre nosotros.
La gota que colmó el vaso fue el día que fui a buscar a mi sobrino al colegio y la profesora me preguntó si era su hermana mayor.
—No —respondí con voz temblorosa—. Soy su tía.
La profesora se disculpó entre risas incómodas, pero yo sentí cómo se abría un abismo bajo mis pies.
Empecé a evitar los espejos. A maquillarme más para parecer mayor. A vestir ropa seria y oscura. Pero nada funcionaba: la gente seguía viéndome como una niña grande.
En casa las cosas empeoraron cuando mi madre empezó a obsesionarse con mi aspecto:
—Deberías aprovecharlo —me decía—. Hazte influencer o algo así. Hay chicas que pagan fortunas por parecer más jóvenes.
Pero yo solo quería ser yo misma. No un maniquí ni un ejemplo de juventud eterna.
Las discusiones con Laura se volvieron constantes:
—Tú lo tienes todo fácil —me gritó un día—. ¡No sabes lo que es luchar por gustar!
—¿Fácil? —le respondí llorando—. ¿Tú sabes lo que es no reconocerte en el espejo? ¿Sentir que nadie te toma en serio?
Mi madre intervino:
—¡Basta ya! Sois familia.
Pero ya era tarde. La distancia entre Laura y yo se hizo insalvable.
El colmo llegó cuando mi abuela enfermó y hubo que decidir quién se haría cargo de ella. Todos votaron por Laura porque «era más responsable» y «tenía más experiencia»… aunque solo tenía ocho años menos que yo.
Esa noche lloré hasta quedarme dormida frente al espejo del baño. Me miré largo rato y le pregunté a mi reflejo:
—¿Quién eres tú? ¿Por qué no puedo ser simplemente Lucía?
Hoy escribo esto porque sé que no soy la única. En España vivimos obsesionados con la imagen: las cremas milagrosas, los retoques estéticos, los filtros de Instagram… Pero nadie habla del precio de parecer siempre joven cuando lo único que deseas es ser vista tal como eres.
¿De verdad es una suerte tener un rostro sin edad? ¿O es una condena disfrazada de halago? Me gustaría saber si alguien más ha sentido esta soledad detrás del espejo.