Silencio en Lavapiés: El veneno en la puerta de mi casa

—¡Lola! ¡No! —grité con el corazón encogido al ver a mi perra mordiendo algo extraño junto al portal. Era lunes, las ocho de la mañana, y el barrio de Lavapiés apenas despertaba. El olor a pan recién hecho se mezclaba con el humo de los coches y el murmullo de los vecinos que salían a trabajar. Pero aquel día, todo cambió para mí.

Lola empezó a temblar. Sus ojos, siempre vivaces, se nublaron. La cogí en brazos y corrí escaleras arriba, ignorando los gritos de la portera, doña Carmen: —¡Eso no es para perros! ¡Te lo he dicho mil veces!

No escuchaba nada. Solo sentía el peso de Lola, cada vez más inerte, y el latido frenético de mi corazón. Llamé a mi hermana Lucía mientras buscaba desesperada el número del veterinario.

—¿Qué ha pasado, Marta? —preguntó Lucía al llegar jadeando, aún en pijama.

—Ha comido algo raro. Creo que era veneno. Hay trozos de salchicha con polvo azul en la entrada.

El veterinario nos recibió sin cita. Lola apenas respiraba. Me temblaban las manos mientras firmaba los papeles para autorizar el tratamiento. —¿Hay posibilidad de salvarla? —pregunté con voz rota.

—Depende de cuánto haya ingerido y del tipo de veneno —respondió el veterinario, serio—. ¿Has traído una muestra?

No pude evitar llorar. Lucía me abrazó fuerte. —¿Quién haría algo así?

Esa noche no dormí. Cada vez que cerraba los ojos veía a Lola jadeando, luchando por respirar. Al día siguiente, al bajar a por el pan, encontré un sobre sin remitente bajo la puerta:

«Si no quieres más sustos, mantén a tu perro lejos del portal. No todos soportamos sus ladridos. Última advertencia.»

El papel temblaba entre mis dedos. Sentí rabia, miedo y una tristeza infinita. ¿Quién podía odiarnos tanto? ¿Era alguno de mis vecinos? ¿Quizá doña Carmen, siempre tan quisquillosa con los animales? ¿O tal vez don Ernesto, el del tercero, que se quejaba cada vez que Lola ladraba?

Esa tarde convoqué una reunión urgente de vecinos. Nadie parecía saber nada. Algunos me miraban con lástima; otros evitaban mi mirada.

—Esto es muy grave —dije intentando no romperme—. Podría haber sido un niño quien cogiera ese cebo.

Doña Carmen resopló: —Aquí siempre ha habido perros y nunca ha pasado nada… hasta que llegó usted con esa bestia.

—¡Lola no es una bestia! —salté—. Es parte de mi familia.

Don Ernesto intervino: —Quizá deberías educarla mejor. Sus ladridos se oyen hasta en la calle.

Sentí que me ahogaba. Nadie parecía entender el miedo que sentía cada vez que salía de casa, la angustia de pensar que alguien quería hacernos daño.

Los días siguientes fueron un infierno. Cada ruido en el pasillo me sobresaltaba. Miraba dos veces antes de salir con Lola (que milagrosamente sobrevivió tras varios días ingresada). Cambié mis rutinas; evitaba cruzarme con ciertos vecinos; incluso pensé en mudarme.

Una tarde, mientras paseaba a Lola por la plaza de Lavapiés, me encontré con Inés, una vecina del primero.

—Marta, ¿estás bien? Te veo muy preocupada últimamente.

Le conté lo sucedido y vi cómo su expresión cambiaba.

—No quiero meterme donde no me llaman… pero hace unos días vi a don Ernesto dejar algo junto al portal muy temprano. Me pareció raro porque él nunca baja tan pronto.

Mi corazón dio un vuelco. ¿Podría ser él? ¿Sería capaz?

Esa noche apenas dormí. Al día siguiente decidí enfrentarme a don Ernesto.

—¿Por qué me odia tanto? —le pregunté en el rellano.

Me miró sorprendido.—¿De qué habla?

—Sé que fue usted quien dejó el veneno para Lola.

Se rió amargamente.—No tengo tiempo para tonterías. Si su perro molesta, hable con la comunidad, pero no me acuse sin pruebas.

Me sentí impotente. Sin pruebas no podía hacer nada. Fui a la policía, pero solo tomaron nota del incidente y me recomendaron instalar una cámara en la entrada.

Pasaron las semanas. El miedo seguía ahí, pero también la rabia y las ganas de luchar por Lola y por mí misma. Instalé la cámara y avisé a todos los vecinos: ahora todo quedaría grabado.

Una madrugada, la cámara captó a alguien dejando algo junto al portal: era doña Carmen. Llevaba guantes y miraba nerviosa a su alrededor.

La confronté al día siguiente:

—¿Por qué lo hizo? ¿Por qué tanto odio?

Se derrumbó llorando.—No soporto los perros desde que uno mordió a mi nieta… No pensé que fuera tan grave… Solo quería asustarte.

La comunidad decidió denunciarla y pedir ayuda psicológica para ella. Yo sentí alivio, pero también tristeza por todo lo vivido.

Hoy paseo con Lola por las calles de Madrid sin miedo, aunque sigo mirando dos veces antes de salir de casa. Me pregunto si alguna vez podremos vivir en paz en nuestra propia comunidad o si siempre habrá alguien dispuesto a hacernos daño por miedo o ignorancia.

¿Vosotros habéis sentido alguna vez esa amenaza silenciosa en vuestro propio hogar? ¿Hasta dónde puede llegar el miedo y la incomprensión entre vecinos?