Sin voz, sin eco: El día que escuché el mar en Cádiz
—¡No le grites, Carmen! ¡No te oye! —La voz de mi padre retumbó en la cocina, aunque yo solo lo supe por el temblor de la mesa y el gesto crispado de su boca. Tenía seis años y ya había aprendido a leer los labios mejor que los cuentos. Mi madre lloraba en silencio, con las manos apretadas sobre el delantal, mientras mi hermana Lucía me miraba desde la puerta, como si yo fuera un fantasma en mi propia casa.
Nací sin oídos. Ni orejas, ni conductos, ni nada. Solo una piel lisa donde otros niños llevaban auriculares o pendientes. En el pueblo, todos lo sabían. «El hijo de los Sánchez, el que no oye ni el trueno», decían en la plaza. Yo veía sus bocas moverse como peces fuera del agua, y sentía el peso de sus miradas cuando pasaba con mi madre por el mercado. Nadie me hablaba directamente; todo eran susurros, gestos exagerados o, peor aún, esa compasión que me hacía sentir invisible.
Mi padre era pescador. Cada madrugada salía al mar y volvía oliendo a sal y a tabaco barato. Nunca supe cómo sonaba su risa hasta muchos años después, pero podía verla en sus ojos cuando me lanzaba al aire o me enseñaba a atar los nudos en las redes. Mi madre era costurera y tenía las manos llenas de pinchazos y sueños rotos. Ella sí luchó como una leona: contra los médicos que decían que no había nada que hacer, contra las vecinas que le aconsejaban resignación, contra mi propio silencio.
—No es justo —le decía a mi padre por las noches—. No es justo que nuestro hijo viva en una cárcel de silencio.
—Es nuestro hijo —respondía él—. Y lucharemos por él.
La primera vez que fui al colegio fue un desastre. La maestra, doña Pilar, intentó incluirme, pero los niños se reían cuando no respondía a mi nombre o cuando me quedaba mirando fijamente a la pizarra sin entender nada. Lucía me defendía a gritos, pero eso solo empeoraba las cosas. Una tarde llegué a casa con la cara llena de tierra y los ojos secos de tanto aguantar las lágrimas. Mi madre me abrazó tan fuerte que pensé que se me romperían los huesos.
—No te preocupes, hijo —me dijo moviendo mucho los labios—. Algún día todo será diferente.
Pasaron los años entre visitas al hospital de Cádiz, pruebas dolorosas y esperas interminables en pasillos fríos. Recuerdo especialmente una tarde de invierno: mi madre discutía con un médico joven, el doctor Morales.
—¿De verdad no hay nada? —preguntó ella con voz temblorosa.
—La medicina avanza —respondió él—. Pero ahora mismo…
Vi cómo mi madre apretaba los puños y se mordía los labios para no llorar delante de mí. Yo solo quería irme a casa y mirar el mar desde la ventana.
El mar… Siempre estuvo ahí, azul y lejano, rugiendo en los inviernos y brillando en los veranos. Yo lo veía desde la playa, sentía su brisa en la cara y el salitre pegajoso en la piel, pero nunca supe cómo sonaba. A veces soñaba con olas gigantes que me hablaban en un idioma secreto; otras veces imaginaba que el mar era como yo: grande y silencioso.
Cuando cumplí dieciséis años, todo cambió. La ciencia avanzó más rápido de lo que nadie esperaba. El doctor Morales volvió al pueblo con una sonrisa nerviosa y una carpeta llena de papeles.
—Hay una posibilidad —le dijo a mis padres—. Una operación experimental en Sevilla. Implantes cocleares y reconstrucción auricular.
Mi padre dudó. El dinero era un problema; la esperanza, otro mayor.
—¿Y si sale mal? —preguntó él.
—¿Y si sale bien? —respondió mi madre con una determinación feroz.
Vendieron el coche viejo, pidieron ayuda a todos los familiares y amigos posibles. El pueblo organizó una rifa para recaudar fondos; por primera vez sentí que no era solo «el niño sordo», sino alguien por quien valía la pena luchar.
La operación fue larga y dolorosa. Recuerdo el olor a desinfectante, las luces blancas del quirófano y la cara pálida de mi madre cuando desperté. Durante semanas no pasó nada; solo zumbidos extraños y una presión insoportable en la cabeza.
Hasta que un día, mientras paseábamos por la playa al atardecer, sentí algo diferente. Un murmullo lejano, como si alguien estuviera susurrando mi nombre desde muy lejos. Me detuve en seco y miré a mi madre.
—¿Qué pasa? —preguntó ella moviendo los labios despacio.
Se lo señalé: el mar. El sonido era débil al principio, pero fue creciendo poco a poco hasta convertirse en un rugido suave y envolvente. Las olas chocaban contra las rocas; las gaviotas chillaban sobre nuestras cabezas; el viento silbaba entre las barcas varadas en la arena.
Me eché a llorar sin poder evitarlo. Mi madre también lloraba, pero esta vez de alegría. Mi padre llegó corriendo desde el puerto y me abrazó tan fuerte como aquella vez cuando era niño.
—¿Lo oyes? —me preguntó con voz ronca.
Asentí entre lágrimas.
Esa noche no dormí. Me quedé escuchando cada sonido: la madera crujiente de la casa vieja, los pasos de Lucía en el pasillo, el tic-tac del reloj en la cocina. Todo era nuevo, extraño y maravilloso.
Pero no todo fue fácil después de aquello. Aprender a vivir con sonidos fue casi tan difícil como vivir sin ellos. Los ruidos fuertes me asustaban; las voces se mezclaban unas con otras; a veces deseaba volver al silencio seguro de antes. En el instituto algunos compañeros seguían mirándome raro; otros intentaban hablarme demasiado alto o demasiado despacio.
Una tarde discutí con Lucía porque ella sentía que ahora yo era «normal» y debía dejar atrás mis rarezas.
—No entiendes nada —le grité por primera vez—. No soy ni uno ni otro; soy los dos.
Mi madre me encontró llorando en mi habitación y me abrazó como siempre hacía.
—Hijo —me dijo—, lo importante no es lo que oyes fuera, sino lo que escuchas dentro.
Hoy tengo veinticinco años y trabajo como intérprete de lengua de signos en Cádiz. Ayudo a otros niños como yo a encontrar su voz —o su silencio— en un mundo que todavía no sabe escuchar del todo. A veces vuelvo solo a la playa al atardecer y cierro los ojos para escuchar el mar… o para recordar cómo era cuando solo podía imaginarlo.
¿De verdad somos lo que oímos… o lo que callamos? ¿Cuántos sonidos nos perdemos cada día por no querer escuchar al otro?