Sola contra el pueblo: Mi lucha por la dignidad como madre soltera en una aldea española

—¿Otra vez llegas tarde, Lucía? —la voz de mi madre retumbó en la cocina, mezclándose con el olor a café recalentado y pan tostado. No contesté. Sabía que cualquier palabra sería usada en mi contra. Miré a mi hija, Alba, que jugaba en silencio con una muñeca rota sobre la mesa. El reloj marcaba las ocho y media y yo ya sentía el cansancio de una jornada que ni siquiera había comenzado.

Vivir en un pueblo pequeño de La Mancha es como vivir bajo una lupa. Todo se sabe, todo se comenta. Cuando mi marido, Manuel, nos dejó hace dos años, la noticia corrió más rápido que el viento entre los olivos. «Pobre Lucía, tan joven y ya sola», decían unas. «Algo habrá hecho», murmuraban otras. Pero lo peor no eran los comentarios, sino la soledad que se instaló en mi casa y en mi pecho.

Mi madre nunca aceptó del todo mi situación. «Una mujer sin marido es como un jardín sin flores», repetía mientras barría la entrada. Mi padre, Antonio, era más silencioso, pero su mirada dura me pesaba más que cualquier palabra. Solo mi hermano menor, Sergio, intentaba tenderme una mano de vez en cuando, aunque siempre con miedo a contrariar a mis padres.

—Mamá, ¿puedo llevar a Alba al parque después del cole? —pregunté una mañana, sabiendo que necesitaba su ayuda para recogerla.

—¿Y qué van a decir las vecinas si te ven por ahí sola con la niña? —respondió sin mirarme—. Mejor quédate en casa y no des que hablar.

Pero yo no podía quedarme encerrada. Tenía que trabajar limpiando casas en el pueblo de al lado para poder pagar la luz y comprarle a Alba los libros del colegio. Cada día era una batalla: levantarme antes del amanecer, preparar el desayuno, dejar a Alba en la escuela, correr al autobús y aguantar las miradas de las otras madres, que cuchicheaban a mi paso.

Un día, mientras fregaba el suelo de la casa de doña Carmen, la mujer más influyente del pueblo, escuché cómo le contaba a su hermana por teléfono:

—La Lucía esa… desde que el marido la dejó, va buscando quién le ayude. Pero claro, ¿quién va a querer cargar con lo que no es suyo?

Sentí una rabia sorda subir por mi garganta. Quise gritarle que yo no era una carga, que Alba era mi alegría y mi fuerza. Pero me mordí la lengua y seguí fregando.

Las tardes eran peores. Cuando iba a recoger a Alba al colegio, las otras madres formaban un corro en la puerta y bajaban la voz cuando me acercaba. Una vez escuché claramente:

—Dicen que Manuel se fue porque ella era demasiado orgullosa.

Otra vez fue peor: una vecina me paró en la plaza.

—Lucía, hija, ¿no has pensado en buscarte un hombre? Así no estarías tan sola.

Le sonreí con amargura y seguí caminando. ¿Por qué nadie entendía que no necesitaba un hombre para ser feliz? ¿Por qué mi valor dependía de tener o no pareja?

En casa, Alba empezó a notar el ambiente. Una noche se metió en mi cama y me preguntó:

—Mamá, ¿por qué las otras niñas tienen papá y yo no?

Sentí cómo se me rompía algo por dentro. La abracé fuerte y le susurré:

—Tú tienes a la mamá más valiente del mundo, cariño. Y eso es suficiente.

Pero ni yo misma me lo creía del todo.

Las discusiones con mi madre se hicieron más frecuentes. Un domingo, durante la comida familiar, explotó:

—¡No puedes seguir así! ¡La gente habla! ¡Nos estás dejando en ridículo!

Me levanté de la mesa temblando.

—¿En ridículo? ¿Por criar sola a mi hija? ¿Por trabajar para sacarla adelante? Si eso es un ridículo, prefiero serlo toda la vida.

Mi padre bajó la mirada. Sergio intentó calmar los ánimos, pero yo ya había tomado una decisión: tenía que marcharme de esa casa.

Esa noche empaqué nuestras cosas y busqué un pequeño piso de alquiler en el pueblo vecino. No fue fácil: los caseros desconfiaban de una mujer sola con una niña pequeña y pocos ingresos. Pero encontré a doña Pilar, una viuda amable que me alquiló una habitación barata.

Al principio fue duro. Alba lloraba por las noches extrañando a sus abuelos. Yo lloraba también, pero en silencio para no preocuparla. Sin embargo, poco a poco empezamos a construir nuestra propia rutina: desayunos juntas, paseos por el parque sin miedo a las miradas ajenas, tardes de deberes y risas.

Un día recibí una carta del colegio: Alba había sido elegida para leer un poema en la fiesta de fin de curso. Cuando subió al escenario y me buscó con la mirada entre el público, sentí un orgullo inmenso. En ese momento supe que todo el esfuerzo había valido la pena.

A veces aún me cruzo con antiguas vecinas que me miran por encima del hombro o susurran entre ellas. Ya no me duele tanto. Aprendí que la dignidad no te la da el pueblo ni tu familia; te la das tú misma cada vez que luchas por lo que amas.

Hoy miro a Alba dormir y me pregunto: ¿Cuántas mujeres como yo siguen callando por miedo al qué dirán? ¿Cuándo aprenderemos a apoyarnos unas a otras en vez de juzgarnos? ¿No merecemos todas vivir con dignidad y sin miedo?