Solo un poco de pan: La verdad tras la puerta de mi vecina
—¡Por favor, Lucía! Solo un poco de pan, lo que tengas… —La voz de Carmen temblaba al otro lado de la puerta, mientras yo sostenía la barra de pan recién comprada, dudando si abrir o no.
No era la primera vez que Carmen pedía algo. Desde que se mudó al piso de enfrente, hace casi un año, sus visitas eran cada vez más frecuentes: una taza de azúcar, un poco de aceite, algo de arroz. Al principio pensé que era una excusa para charlar, pero pronto noté el cansancio en su mirada y la vergüenza en su voz. Aquella mañana, sin embargo, había algo distinto: urgencia, desesperación.
Abrí la puerta y la vi. Llevaba el abrigo viejo de su madre, el pelo recogido en un moño deshecho y los ojos rojos. Me ofreció una sonrisa rota.
—¿Te pasa algo? —pregunté, intentando sonar amable.
—Nada… solo que no he cobrado todavía y los niños tienen hambre. No te preocupes, te lo devolveré en cuanto pueda —dijo bajando la mirada.
Le di el pan y algo más: un par de yogures y una lata de atún. Carmen me abrazó con fuerza. Sentí su temblor. Cerré la puerta con el corazón encogido.
Esa noche, mientras cenaba con mi marido, Álvaro, le conté lo sucedido.
—¿Otra vez? —bufó él—. Lucía, no puedes seguir dándole cosas a esa mujer. ¿No ves que se aprovecha?
—No lo sé… —respondí—. Me da pena. Tiene dos hijos pequeños y apenas sale de casa.
—¿Y si no es verdad? ¿Y si solo busca sacar lo que puede? Hay gente así, ya lo sabes.
No dormí bien. La duda se instaló en mi pecho como una piedra. ¿Era Carmen una víctima o una manipuladora? ¿Dónde estaba el límite entre ayudar y dejarse engañar?
Al día siguiente, al salir para trabajar, vi a Carmen en el portal hablando con Doña Pilar, la presidenta de la comunidad. Me escondí tras la columna para escuchar.
—…y claro, no puedo pagar la luz este mes —decía Carmen—. ¿Podría hablar con el administrador para ver si me dan unos días más?
Doña Pilar la miraba con desconfianza.
—Mira, hija, todos tenemos problemas. Pero aquí cada uno se apaña como puede. No podemos estar siempre esperando por ti.
Carmen asintió en silencio y subió las escaleras cabizbaja. Sentí rabia por la frialdad de Doña Pilar… pero también miedo: ¿y si Álvaro tenía razón?
Esa tarde, al volver del trabajo, encontré a mi hija Paula llorando en su habitación.
—¿Qué pasa, cariño?
—Mamá… los niños del cole dicen que somos pobres porque Carmen siempre pide cosas y vive enfrente —sollozó—. Dicen que tú también eres pobre porque le das comida.
Me quedé helada. ¿Hasta dónde llegaban las consecuencias de mis actos? ¿Qué pensaban los demás vecinos? ¿Y si estaba arrastrando a mi familia a ser señalada?
Decidí hablar con Carmen. Crucé el rellano y llamé a su puerta. Tardó en abrir. Dentro olía a humedad y a sopa recalentada.
—¿Puedo pasar?
Asintió y me hizo un gesto para sentarme en el sofá desvencijado. Sus hijos jugaban en silencio con muñecos rotos.
—Carmen… necesito saber la verdad. ¿De verdad estás tan mal? ¿No tienes familia que te ayude?
Me miró con lágrimas en los ojos.
—Mi madre murió hace dos años. Mi hermano vive en Valencia y no quiere saber nada de mí desde que me separé de Juan. Él… él me pegaba —confesó bajito—. Me vine aquí huyendo de él con lo puesto. Trabajo limpiando casas cuando sale algo, pero este mes no he tenido suerte.
Sentí una punzada de culpa por haber dudado.
—¿Por qué no pides ayuda social?
—Lo he intentado, pero todo es papeleo y me piden cosas que no tengo… No quiero molestar más —dijo secándose las lágrimas—. Solo necesito un poco de tiempo para salir adelante.
Salí de su casa con el alma hecha trizas. Esa noche discutí con Álvaro.
—¡No podemos mirar para otro lado! —le grité—. ¿Y si fuéramos nosotros? ¿No querrías que alguien nos ayudara?
Él bajó la cabeza.
—Tienes razón… pero tenemos que pensar también en Paula.
Los días pasaron y Carmen dejó de pedir ayuda. Apenas salía de casa. Un día escuché gritos en el portal: Doña Pilar había llamado a los servicios sociales porque «no podía soportar más esa situación».
Vinieron dos asistentes sociales y se llevaron a los niños «para evaluar su bienestar». Carmen lloraba desconsolada en las escaleras mientras los vecinos murmuraban detrás de las puertas entreabiertas.
Esa noche no pude dormir. ¿Había hecho bien ayudándola? ¿O había contribuido a que la señalaran aún más? ¿Dónde está el límite entre la compasión y el paternalismo? ¿Por qué es tan fácil juzgar desde fuera?
Hoy Carmen ya no vive aquí. Nadie sabe dónde está ni qué fue de sus hijos. A veces miro su puerta vacía y me pregunto si hice lo correcto o si solo quise sentirme mejor conmigo misma ayudando a quien no podía salvar sola.
¿Hasta dónde llega nuestra responsabilidad como vecinos? ¿Cuándo deja la solidaridad de ser ayuda para convertirse en carga o incluso en daño? ¿Vosotros qué habríais hecho?