¿Soy una mala madre o les di la oportunidad de crecer?
—¡No puedes hacer esto, mamá! —gritó Sergio, con los ojos llenos de rabia y miedo, mientras Lucía apretaba su mano con fuerza, como si pudiera evitar que el mundo se les viniera abajo.
Yo temblaba. Las llaves tintineaban en mi mano sudorosa. Había esperado este momento durante meses, quizá años, pero ahora que estaba aquí, sentía que el suelo se abría bajo mis pies. ¿De verdad estaba a punto de echar a mi propio hijo y a su mujer de casa? ¿Qué clase de madre hace eso?
Todo empezó hace tres años, cuando Sergio y Lucía llegaron con dos maletas y una promesa: “Solo serán unos meses, mamá. Hasta que encontremos trabajo y piso.” Yo, como tantas madres españolas, abrí la puerta sin dudarlo. ¿Cómo iba a negarles ayuda en plena crisis? Madrid estaba imposible: alquileres por las nubes, contratos basura, sueldos que no llegaban ni para el abono transporte. Pensé que sería temporal. Pensé que era lo correcto.
Pero los meses se hicieron años. Al principio, todo era comprensión: Lucía lloraba porque no encontraba trabajo de lo suyo; Sergio salía cada mañana con el currículum bajo el brazo. Yo les preparaba la comida, les lavaba la ropa, les dejaba el salón para que vieran series hasta la madrugada. Pero poco a poco, la casa se fue llenando de silencios incómodos y reproches velados.
—Mamá, ¿has visto mis zapatillas? —preguntaba Sergio desde el pasillo.
—No soy tu criada —respondía yo, cansada.
Lucía empezó a evitarme. Se encerraba en la habitación con el portátil y apenas salía para comer. Yo sentía que mi casa ya no era mía. Que vivía en una especie de limbo donde todo giraba en torno a ellos y sus problemas.
Las discusiones se hicieron habituales. Una noche, después de otra pelea por el baño (“¡No puede ser que siempre esté ocupado cuando lo necesito!”), me encerré en mi cuarto y lloré como hacía años que no lloraba. Me sentía invisible. Una extraña en mi propio hogar.
Mi hermana Carmen me decía: “Tienes que poner límites, Ana. No puedes seguir así.” Pero yo no podía. ¿Cómo iba a echarlos? ¿Y si acababan en la calle? ¿Y si nunca me lo perdonaban?
Un día, encontré a Lucía llorando en la cocina. Me acerqué y le pregunté qué le pasaba. Me miró con los ojos rojos y me dijo:
—No puedo más, Ana. Siento que te estamos arruinando la vida.
Me quedé helada. ¿Era posible que ellos también sintieran el peso de esta situación?
Las cosas empeoraron cuando Sergio perdió el trabajo temporal que había conseguido en un supermercado. Se pasaba el día jugando a la consola y apenas hablaba conmigo. Lucía encontró un trabajo de media jornada en una tienda de ropa, pero el sueldo apenas daba para cubrir sus gastos personales.
Una tarde, mientras fregaba los platos, escuché cómo discutían en su habitación:
—¡No podemos seguir así! —decía Lucía—. Tu madre nos odia.
—¡No digas tonterías! —respondió Sergio—. Solo está estresada.
Me sentí culpable y furiosa al mismo tiempo. ¿De verdad pensaban que yo los odiaba? ¿No veían todo lo que había hecho por ellos?
La gota que colmó el vaso llegó una mañana de domingo. Bajé a la cocina y encontré todo patas arriba: platos sucios, migas por todas partes, la nevera casi vacía. Me senté en una silla y rompí a llorar. En ese momento supe que no podía más.
Cuando salieron de la habitación, les esperé en el salón con las llaves en la mano.
—Tenéis que iros —dije con voz temblorosa—. No puedo seguir así. Os quiero mucho, pero necesito recuperar mi vida.
El silencio fue absoluto. Sergio me miró como si no entendiera lo que acababa de decir.
—¿Nos estás echando?
—Sí —susurré—. Os he dado todo lo que he podido… pero ahora os toca a vosotros.
Lucía rompió a llorar. Sergio apretó los puños y salió dando un portazo. Yo me quedé allí, sola, con las llaves en la mano y el corazón hecho trizas.
Esa noche no dormí. Me pregunté mil veces si había hecho lo correcto o si era una egoísta sin remedio. Recordé cuando Sergio era pequeño y venía corriendo a abrazarme después del colegio; cuando Lucía llegó por primera vez a casa, nerviosa y sonriente; cuando los tres reíamos juntos viendo películas los domingos por la tarde.
Ahora todo eso parecía tan lejano…
Pasaron los días. No supe nada de ellos durante semanas. Cada vez que sonaba el teléfono, el corazón me daba un vuelco. ¿Y si les había hecho daño irreparable? ¿Y si nunca me lo perdonaban?
Un mes después, recibí un mensaje de Lucía: “Estamos bien. Hemos encontrado un piso pequeño cerca del metro. Gracias por todo.”
Lloré de alivio y tristeza al mismo tiempo. Quizá había hecho lo correcto… o quizá no.
A veces me siento la peor madre del mundo; otras veces pienso que solo así podrán aprender a volar solos.
¿Hasta dónde debe llegar el amor de una madre? ¿Es egoísmo querer recuperar tu vida o es un acto de amor dejarles marchar? ¿Qué haríais vosotros?