Te fuiste para que yo pudiera nacer: La historia de una mujer española frente a la infertilidad, las expectativas familiares y el renacer

—¿Por qué no puedes simplemente aceptar que no va a pasar? —me espetó Álvaro aquella noche de noviembre, mientras el vapor de la sopa se disipaba entre nosotros como un fantasma más en la mesa.

Me quedé helada. No era la primera vez que discutíamos sobre el tema, pero nunca lo había dicho así, tan crudo. Llevábamos cinco años casados y tres intentando tener un hijo. Tres años de pruebas, hormonas, esperanzas y lágrimas. Tres años de escuchar a mi madre, Carmen, susurrar por teléfono con mi tía: “A lo mejor es ella, ya sabes que en la familia de los García siempre ha habido problemas para concebir”. Tres años de sentirme menos mujer cada vez que una prueba salía negativa.

—¿Aceptar qué, Álvaro? ¿Que nunca voy a ser madre? ¿Que nunca vas a ser padre? —le respondí con la voz rota.

Él bajó la mirada. Supe entonces que algo se había roto entre nosotros. No era solo el sueño de una familia; era el sueño de un futuro juntos. Esa noche dormimos en habitaciones separadas. Al día siguiente, cuando volví del trabajo en la notaría, ya no estaba. Solo una nota en la mesa: “Lo siento, Lucía. No puedo más”.

Me senté en el suelo del salón y lloré hasta quedarme sin lágrimas. Mi madre vino al día siguiente, con su habitual mezcla de preocupación y reproche.

—¿Ves lo que pasa cuando te obsesionas con algo? Álvaro era un buen hombre. No todos los hombres aguantan tanto —me dijo mientras recogía los platos sucios.

—Mamá, por favor… —intenté protestar.

—No me hables así. Yo solo quiero lo mejor para ti. Pero tienes que aceptar la realidad. Hay mujeres que no nacen para ser madres —sentenció.

Sentí cómo cada palabra me atravesaba como una aguja. ¿No nací para ser madre? ¿Era eso lo que pensaba todo el mundo? ¿Era eso lo que pensaba yo?

Las semanas siguientes fueron una niebla espesa. En el trabajo fingía normalidad, pero cada vez que veía a una compañera embarazada o escuchaba el llanto de un bebé en la calle, sentía una punzada en el pecho. Mi suegra, Pilar, dejó de llamarme. Mis amigas empezaron a invitarme menos a sus reuniones; todas estaban embarazadas o con niños pequeños y yo era el recordatorio incómodo de lo que podía salir mal.

Una tarde, mientras paseaba por el Retiro intentando ordenar mis pensamientos, me encontré con Marta, una antigua compañera de universidad.

—¡Lucía! ¡Cuánto tiempo! ¿Cómo estás? —me abrazó con esa calidez madrileña que tanto echaba de menos.

No pude evitarlo: rompí a llorar en mitad del parque.

—Perdona… es que todo se ha ido al traste —balbuceé.

Marta me llevó a una cafetería cercana y escuchó mi historia sin juzgarme. Cuando terminé, me miró a los ojos y me dijo:

—¿Sabes qué? No eres menos mujer por no ser madre. Y tampoco eres menos valiosa porque tu matrimonio haya terminado. Tienes derecho a estar triste, pero también tienes derecho a empezar de nuevo.

Sus palabras fueron como un bálsamo. Por primera vez en meses sentí que alguien me entendía. Empecé a ir a terapia y poco a poco aprendí a reconstruirme. Empecé a salir sola, a viajar por España, a reencontrarme con viejos amigos y a descubrir nuevas pasiones: la fotografía, el senderismo por la Sierra de Guadarrama, los cursos de cocina en Lavapiés.

Pero los fantasmas seguían ahí. En Navidad, mi madre insistió en que fuera a cenar con toda la familia.

—No puedes estar sola en estas fechas —me dijo.

La cena fue un desfile de preguntas incómodas:

—¿Y tú qué tal? ¿Sigues trabajando tanto? —preguntó mi prima Laura mientras acariciaba su barriga de siete meses.

—Sí… bueno… —intenté sonreír.

—Seguro que pronto encuentras a alguien y formas tu propia familia —añadió mi tía Rosa con esa condescendencia tan típica.

Apreté los dientes y aguanté el tipo hasta que pude escabullirme al baño. Allí me miré al espejo y me pregunté si alguna vez podría dejar de sentirme incompleta.

Pasaron los meses y aprendí a convivir con mi nueva realidad. Un día recibí un mensaje inesperado de Álvaro:

“Espero que estés bien. Solo quería decirte que te deseo lo mejor”.

No respondí. No porque le guardara rencor, sino porque entendí que había llegado el momento de cerrar ese capítulo.

Hoy, tres años después de aquella noche fatídica, sigo sin ser madre. Pero he aprendido a quererme tal como soy. He aprendido que la maternidad no define mi valor ni mi felicidad. Sigo teniendo días malos, claro; días en los que el dolor vuelve como una ola inesperada. Pero también tengo días buenos: días en los que río con amigas, en los que disfruto del sol en una terraza o en los que simplemente me siento en paz conmigo misma.

A veces me pregunto si algún día podré perdonar del todo a mi familia por sus palabras o a mí misma por mis expectativas frustradas. Pero sobre todo me pregunto: ¿cuántas mujeres más viven en silencio este dolor? ¿Cuándo aprenderemos a dejar de medirnos por lo que no tenemos y empezar a valorarnos por lo que somos?