Todo lo que es tuyo, permanece contigo
—¡No te atrevas a tocar nada de mi madre! —grité, con la voz quebrada, mientras veía a mi tía Mariana sacar los cuadros del salón. El eco de mis palabras retumbó en las paredes húmedas de la casa, esa casa que hasta hace poco era mi refugio y ahora se sentía como una prisión.
Mi nombre es Camila Torres. Nací y crecí en San Jacinto, un pueblo perdido entre las montañas de la Sierra Madre, donde el viento trae consigo el olor a tierra mojada y las historias se cuentan en susurros. Mi vida era tranquila, casi de novela: papá tenía una ferretería próspera, mamá era maestra y yo, hija única, vivía rodeada de amor y cuidados. Pero todo cambió una tarde de octubre, cuando la lluvia caía sin piedad y el teléfono sonó con esa urgencia que presagia desgracias.
—Camila, ven rápido al hospital —me dijo mi primo Esteban, con la voz ahogada—. Tu papá tuvo un accidente.
Corrí bajo la lluvia, con el corazón en la garganta. Cuando llegué, ya era tarde. Papá se había ido, y con él, la mitad de mi mundo. Mamá se encerró en su dolor y yo quedé a merced de los silencios y las miradas lastimeras de los vecinos.
Fue entonces cuando Mariana, la hermana menor de mi papá, vino a vivir con nosotras. Al principio pensé que sería un consuelo tenerla cerca; siempre había sido cariñosa conmigo. Pero pronto noté cómo su presencia llenaba la casa de una tensión invisible. Mariana empezó a tomar decisiones: vendió la camioneta de papá, cambió los muebles del comedor y hasta prohibió que yo visitara la tumba de mi padre sola.
—Es por tu bien, Camila —decía ella, con esa sonrisa forzada—. Hay cosas que una niña no debe ver.
Pero yo ya no era una niña. La muerte me había hecho crecer de golpe.
Una noche escuché a Mariana hablando por teléfono en la cocina:
—Sí, ya está todo listo. La casa será nuestra en cuanto firme los papeles…
Sentí un frío recorrerme la espalda. ¿Nuestra? ¿De quién hablaba? Empecé a sospechar que algo no estaba bien. Busqué en los cajones del escritorio de papá y encontré una carpeta con documentos: escrituras, pólizas de seguro y una carta dirigida a mí. Temblando, leí las palabras escritas con su letra firme:
«Camila: Todo lo que es tuyo, permanecerá contigo. No permitas que nadie te arrebate lo que te pertenece. Confía en ti.»
Esa noche no pude dormir. Al día siguiente enfrenté a Mariana:
—¿Por qué quieres vender la casa? —le pregunté, mirándola a los ojos.
Ella se sobresaltó, pero enseguida recuperó la compostura.
—No entiendes, Camila. Aquí ya no hay futuro para nosotras. Necesitamos empezar de nuevo en la ciudad.
—¿Nosotras? ¿O tú?
Mariana me abofeteó. El golpe ardió más en mi alma que en mi mejilla.
A partir de ese día, la guerra silenciosa entre nosotras se hizo abierta. Mariana intentó convencer a mamá de firmar los papeles para vender la casa, pero mamá apenas hablaba; su tristeza era un muro infranqueable. Yo me refugié en el colegio y en mis amigos: Lucía, siempre leal; Esteban, mi primo y confidente; y don Manuel, el viejo librero del pueblo que me enseñó a encontrar respuestas en los libros.
Un día encontré a Mariana revisando los cajones del armario de mamá. Me armé de valor y llamé a Lucía para pedirle ayuda.
—No puedes dejar que te quiten lo que es tuyo —me dijo ella—. ¿Por qué no hablas con don Manuel? Él conoce a todos en el pueblo.
Fui a verlo esa misma tarde. Don Manuel escuchó mi historia en silencio y luego me entregó un sobre amarillo.
—Esto llegó para tu mamá hace semanas —me dijo—. Pero Mariana lo recogió antes que nadie.
Dentro del sobre había una notificación del banco: papá había dejado una cuenta a nombre mío y de mamá. El dinero era suficiente para mantenernos sin tener que vender nada.
Corrí a casa y enfrenté a Mariana con el sobre en la mano.
—¡Ya basta! Sé lo que intentas hacer. No tienes derecho a decidir por nosotras.
Mariana se derrumbó entonces. Lloró como nunca antes la había visto llorar.
—Yo solo quería ayudar… No tengo nada ni a nadie —sollozó—. Siempre fui la sombra de tu padre…
Por primera vez sentí compasión por ella, pero también supe que debía proteger lo poco que me quedaba.
Con ayuda de don Manuel y Esteban, logramos que Mariana dejara la casa. Mamá poco a poco fue saliendo de su letargo; juntas visitamos la tumba de papá y le prometimos cuidar nuestro hogar.
La vida siguió su curso en San Jacinto: las lluvias volvieron cada otoño, los campos florecieron en primavera y yo aprendí a vivir con las cicatrices del pasado. A veces me pregunto si todo lo que sufrimos valió la pena para descubrir quiénes somos realmente.
¿Hasta dónde llegarías tú para defender lo que amas? ¿Qué estarías dispuesto a perder para no traicionarte a ti mismo?