Treinta años después: El eco de lo que fuimos

—¿Por qué llamas ahora, Tomás? —La voz de Lucía, al otro lado del teléfono, sonaba fría, casi irreconocible. Me quedé en silencio unos segundos, tragando saliva. El reloj marcaba las dos de la madrugada y yo seguía sentado en la cocina de mi piso en Vallecas, rodeado de tazas sucias y papeles arrugados.

—No lo sé… —musité—. Supongo que necesitaba escucharte. Saber cómo estás.

Lucía suspiró. Al fondo se oía el tic-tac de un reloj de pared, ese mismo que colgaba en nuestro salón hace treinta años. Me imaginé su cara, los ojos cansados, el pelo recogido en un moño apurado. ¿Seguiría usando ese perfume de jazmín que tanto me gustaba?

—Han pasado treinta años, Tomás. ¿Qué esperas que te diga? —preguntó ella, con una mezcla de cansancio y resignación.

No supe qué responderle. La verdad era que no esperaba nada. O quizá lo esperaba todo. Desde que me despidieron del taller hace seis meses, mi vida se había reducido a una rutina vacía: buscar trabajo sin éxito, comer solo frente al televisor, repasar viejas fotos en las que aún sonreía. Y siempre, al final del día, el mismo pensamiento: ¿y si no me hubiera marchado aquella noche?

Recuerdo perfectamente esa noche. La discusión fue brutal. Gritos, reproches, la vajilla rota contra el suelo. Lucía llorando en la puerta mientras yo recogía mis cosas a toda prisa. “No vuelvas”, me dijo. Y no volví. Ni siquiera cuando nació nuestra hija, Marta. Nunca tuve el valor de mirar atrás.

Ahora Marta tiene veintinueve años y vive en Barcelona. Apenas hablamos. La última vez fue hace dos años, cuando le pedí dinero para pagar el alquiler. Me colgó sin decir adiós.

—¿Sigues ahí? —La voz de Lucía me sacó de mis pensamientos.

—Sí… Perdona. No quería molestarte. Solo… quería saber si alguna vez pensaste en mí.

Escuché un leve sollozo al otro lado del teléfono. O quizá solo era el eco de mi propia tristeza.

—Pensé en ti muchas veces —admitió ella—. Sobre todo cuando Marta preguntaba por su padre. Pero aprendí a vivir sin ti, Tomás. No puedes aparecer ahora y esperar que todo vuelva a ser como antes.

Sentí una punzada en el pecho. Tenía razón. Yo era un fantasma del pasado que venía a perturbar su paz.

—Lo sé —dije—. Solo… estoy perdido, Lucía. No tengo trabajo, ni familia… Ni siquiera sé quién soy ya.

Se hizo un silencio largo y pesado. Al fondo se oía el murmullo de la televisión encendida.

—Deberías buscar ayuda —dijo finalmente—. No puedes cargarme con tus problemas después de tanto tiempo.

Colgó antes de que pudiera responderle.

Me quedé mirando el móvil durante minutos, esperando que volviera a llamar. Pero no lo hizo.

Esa noche no dormí. Salí a la calle y caminé sin rumbo por las aceras mojadas de Madrid. Vi parejas abrazadas bajo los portales, jóvenes riendo en las terrazas, ancianos paseando a sus perros bajo la luz amarilla de las farolas. Todos parecían tener un lugar al que volver, alguien que les esperara en casa.

Yo solo tenía recuerdos y remordimientos.

Al día siguiente intenté llamar a Marta. Me contestó el buzón de voz. Le dejé un mensaje torpe y breve: “Hola hija, soy papá… Solo quería saber cómo estás”.

Pasaron los días y nadie respondió a mis llamadas ni mensajes. El paro se agotaba y los currículums quedaban sin respuesta. Empecé a frecuentar el bar de Manolo, donde los parroquianos hablaban del fútbol y la política como si nada más importara en el mundo.

Una tarde, mientras removía el café con desgana, Manolo se sentó a mi lado.

—Te veo jodido, Tomás —dijo sin rodeos—. ¿Por qué no te apuntas al centro social? Allí buscan voluntarios para ayudar a chavales con problemas.

Le miré sorprendido.

—¿Voluntario yo? Si ni siquiera sé ayudarme a mí mismo…

Manolo sonrió con tristeza.

—A veces ayudar a otros es la mejor forma de ayudarse uno mismo.

Esa noche pensé mucho en sus palabras. Al día siguiente fui al centro social del barrio. Me recibió Carmen, una mujer menuda con gafas y voz firme.

—¿Tienes experiencia con jóvenes? —preguntó mientras hojeaba mi currículum lleno de huecos y tachaduras.

—Tengo una hija —respondí—. Aunque hace años que no sé nada de ella.

Carmen me miró largo rato antes de asentir.

—Aquí todos tenemos heridas —dijo—. Lo importante es querer curarlas.

Empecé ayudando con clases de refuerzo escolar y talleres de carpintería. Al principio me sentía fuera de lugar, pero poco a poco los chavales empezaron a confiar en mí. Uno de ellos, Sergio, tenía problemas con su padre ausente. Un día me preguntó:

—¿Tú tienes hijos?

Me quedé callado unos segundos antes de responder:

—Sí… Una hija llamada Marta. Pero no hablamos desde hace tiempo.

Sergio asintió con comprensión.

—A veces los padres también se equivocan —dijo simplemente.

Aquella frase me golpeó más fuerte que cualquier reproche de Lucía o silencio de Marta.

Con el tiempo empecé a sentirme útil otra vez. El centro social se convirtió en mi refugio, mi nueva familia improvisada. Pero cada noche seguía soñando con Lucía y Marta, con lo que pudo haber sido y no fue.

Un domingo por la tarde recibí un mensaje inesperado: “Hola papá. Estoy bien. Espero que tú también”. Era Marta.

Lloré como un niño frente al móvil apagado.

No sé si algún día podré recuperar lo que perdí ni si merezco una segunda oportunidad con ellas. Pero he aprendido que el pasado no se puede cambiar; solo podemos intentar ser mejores hoy.

¿Y vosotros? ¿Alguna vez habéis sentido que era demasiado tarde para pedir perdón? ¿Creéis que uno puede redimirse aunque haya fallado tantas veces?