¿Tú también sueñas conmigo?
—¿Tú también sueñas conmigo?—
La voz era grave, casi un susurro, y por un instante sentí que el aire se volvía más denso en la cocina. El agua hervía en la pava, el aroma del té de boldo llenaba el ambiente, pero mi corazón latía tan fuerte que apenas podía escuchar otra cosa. Miré el celular, el número desconocido seguía titilando en la pantalla. Dudé. Pensé en cortar, pero algo en esa voz me detuvo.
—¿Quién sos? —pregunté, intentando sonar firme, aunque la mano me temblaba.
Silencio. Solo el zumbido de la ciudad al fondo, como si él estuviera parado en una esquina cualquiera de Buenos Aires, entre colectivos y vendedores ambulantes.
—Sabés quién soy —dijo finalmente. Y colgó.
Me quedé mirando el teléfono, como si pudiera arrancarle una respuesta. El pasado volvió de golpe: la casa de mi abuela en Lanús, los veranos interminables jugando con mi primo Julián, los secretos susurrados bajo las sábanas cuando creíamos que nadie nos escuchaba. Y después, el silencio. Años sin saber nada de él, después de aquella noche en que todo cambió.
Esa noche mamá gritó tanto que los vecinos llamaron a la policía. Papá se fue a dormir al sillón y yo lloré abrazada a mi almohada, sintiendo que algo se había roto para siempre. Julián desapareció de nuestras vidas como si nunca hubiera existido. Mamá decía que era mejor así, que algunas cosas era mejor no recordarlas. Pero yo nunca pude olvidarlo.
El teléfono volvió a sonar dos días después. Esta vez contesté sin dudar.
—¿Por qué llamás ahora? —le pregunté, la voz apenas un hilo.
—Porque no puedo más —dijo él—. Porque te extraño. Porque nadie me entiende como vos.
Sentí un nudo en la garganta. Quise gritarle que no tenía derecho, que yo había hecho todo lo posible por seguir adelante: terminé la secundaria, conseguí trabajo en una librería del centro, me mudé sola a un monoambiente diminuto con vista al Riachuelo. Pero cada vez que veía una foto vieja de la familia, cada vez que escuchaba a mamá hablar mal de los «parientes traidores», algo dentro mío se encogía.
—No puedo hablar —susurré—. Si mamá se entera…
—Ya no somos chicos, Lucía —me interrumpió—. Ya no pueden controlarnos.
Pero sí podían. Mamá seguía llamando todos los domingos para asegurarse de que no me faltara nada y para recordarme que «la familia es lo único que importa». Papá apenas hablaba, pero cuando lo hacía era para preguntar si seguía viendo a «esa gente».
Esa noche no dormí. Me levanté a las tres de la mañana y caminé hasta la ventana. Las luces de la ciudad parpadeaban como luciérnagas tristes. Pensé en Julián, en cómo me hacía reír cuando todo parecía gris, en cómo me defendía de los chicos del barrio cuando se burlaban de mi acento porteño mezclado con tonada del interior.
Al día siguiente, Julián me mandó un mensaje: «Estoy en Plaza Constitución. Vení si querés verme».
No lo pensé demasiado. Me puse un jean y una campera vieja, agarré la SUBE y salí sin mirar atrás. El viaje en tren fue eterno; cada estación era una oportunidad para arrepentirme y volverme a casa. Pero no lo hice.
Cuando llegué, Julián estaba sentado en un banco, mirando el piso. Había cambiado: más flaco, el pelo largo atado en una colita desprolija, la barba descuidada. Pero sus ojos seguían siendo los mismos.
—Hola —dije apenas.
Él levantó la vista y sonrió. Por un momento sentí que todo volvía a ser como antes.
—Pensé que no ibas a venir —dijo.
Nos quedamos en silencio un rato largo. La gente pasaba apurada a nuestro alrededor: vendedores de chipá, madres con chicos de la mano, policías vigilando desde lejos.
—¿Por qué te fuiste así? —le pregunté al fin.
Julián suspiró.—No podía quedarme después de lo que pasó esa noche. Mamá me echó y papá no dijo nada. Me fui a vivir con unos amigos a La Plata y después… bueno, la vida siguió.
—¿Y por qué ahora?
Me miró fijo.—Porque nunca te olvidé, Lucía. Porque sos mi familia, aunque todos digan lo contrario.
Sentí las lágrimas quemándome los ojos.—No podemos volver atrás.
—No quiero volver atrás —dijo él—. Quiero saber si todavía hay un futuro para nosotros.
Nos abrazamos ahí mismo, entre el ruido y el olor a choripán y gasoil. Por primera vez en años sentí que podía respirar.
Pero nada es tan fácil. Cuando volví a casa esa noche, mamá ya me estaba esperando en la puerta del edificio.
—¿Dónde estabas? —preguntó sin saludarme.
Mentí.—En el trabajo, se hizo tarde.
Ella no me creyó.—Te vi en Constitución con Julián. ¿No te da vergüenza? Después de todo lo que hizo esa familia…
Sentí rabia.—¿Qué hizo? ¿Amarme? ¿Cuidarme cuando vos no podías?
Mamá me abofeteó tan fuerte que vi estrellas.—¡Nunca más quiero verte con ese chico! ¡Nunca más!
Cerré la puerta en su cara y lloré hasta quedarme dormida.
Los días siguientes fueron un infierno: llamadas constantes de mamá, mensajes de papá pidiéndome que «no los haga sufrir más», tías y primos opinando sin saber nada. En el trabajo empecé a llegar tarde, a olvidarme de las cosas más simples. Mi jefa me llamó aparte:
—Lucía, ¿estás bien? Si necesitás hablar…
Negué con la cabeza.—Estoy bien, solo cansada.
Pero no estaba bien. Sentía que tenía que elegir entre mi familia y mi felicidad; entre el pasado y el futuro; entre lo que esperaba todo el mundo y lo que realmente quería yo.
Una tarde Julián me esperó afuera del trabajo con dos cafés y una sonrisa cansada.—Vení conmigo —me dijo—. No importa dónde ni cómo; solo vení.
Lo miré largo rato.—¿Y si nos sale mal? ¿Y si terminamos como nuestros padres?
Él tomó mi mano.—Entonces al menos lo habremos intentado juntos.
Esa noche hice mi valija y me fui con él a La Plata. Alquilamos una piecita en una pensión vieja cerca del bosque; compartimos mates amargos y sueños rotos. No fue fácil: hubo peleas por plata, por celos, por miedo al futuro. Pero también hubo risas, caricias furtivas bajo las sábanas raídas y promesas susurradas al oído cuando todo parecía perdido.
Con el tiempo aprendí a perdonar: a mamá por su miedo disfrazado de odio; a papá por su silencio cobarde; a mí misma por haber dudado tanto tiempo. Aprendí que la familia no siempre es sangre; a veces es quien te sostiene cuando todo se derrumba.
Hoy miro atrás y me pregunto: ¿Cuántos sueños dejamos morir por miedo al qué dirán? ¿Cuántas veces elegimos el silencio para no romper lo poco que nos queda?
Tal vez nunca tenga todas las respuestas. Pero sé que cada vez que suena el teléfono y escucho esa voz preguntando «¿Tú también sueñas conmigo?», mi corazón responde sin dudar: sí.