Un año de silencio y una llamada: El secreto de mi suegro
—¿Por qué ahora? —me pregunté mientras miraba el móvil temblando, el nombre de Tomás iluminando la pantalla. Hacía más de un año que no sabíamos nada de él. Ni una llamada en Navidad, ni un mensaje por el cumpleaños de Marisa. Nada. Y ahora, justo cuando Marisa y yo apenas podíamos pagar el alquiler del piso en Vallecas, cuando los recibos se apilaban en la mesa y el sueño de tener nuestro propio hogar parecía más lejano que nunca, Tomás llamaba.
—¿Quién es? —preguntó Marisa desde la cocina, su voz cansada tras otro turno doble en el hospital.
—Es tu padre —respondí, intentando que no se notara el temblor en mi voz.
El silencio que siguió fue tan denso que sentí que me ahogaba. Marisa dejó caer la cuchara en el fregadero y vino hacia mí, secándose las manos en el delantal.
—¿Qué quiere? —susurró, como si temiera que las paredes escucharan.
No supe qué decirle. Contesté la llamada y escuché la voz grave y pausada de Tomás, tan familiar y tan lejana a la vez.
—Álvaro, necesito hablar con vosotros. ¿Puedo pasarme esta tarde?
No hubo espacio para negarse. Colgué y miré a Marisa, que ya tenía los ojos llenos de lágrimas contenidas.
—¿Por qué ahora? —repitió ella, casi para sí misma.
No supe qué responderle. Nos pasamos la tarde en silencio, cada uno perdido en sus pensamientos. Yo recordaba la última vez que vi a Tomás: fue en nuestra boda, hace justo un año. Apenas cruzamos palabras. Siempre me miró con desconfianza, como si yo no fuera suficiente para su hija. Desde entonces, silencio absoluto.
A las siete en punto sonó el timbre. Marisa se secó las lágrimas y fue a abrir. Tomás entró con paso firme, pero sus ojos delataban cansancio y algo más: miedo.
—Hola, hija —dijo, abrazándola con torpeza.
Me saludó con un apretón de manos frío. Nos sentamos los tres en el salón diminuto, rodeados de cajas a medio desempacar porque aún soñábamos con mudarnos a algo mejor.
Tomás no tardó en ir al grano.
—Sé que he estado ausente —empezó, mirando al suelo—. Pero necesito vuestra ayuda.
Marisa lo miró con incredulidad.
—¿Nuestra ayuda? ¿Después de un año sin saber nada de ti?
Tomás tragó saliva y asintió.
—He cometido errores. Muchos. Pero ahora… ahora no tengo a quién recurrir.
Sentí una punzada de rabia. ¿Ahora venía a pedirnos ayuda cuando nosotros apenas podíamos con lo nuestro?
—¿Qué ha pasado? —pregunté, intentando mantener la calma.
Tomás dudó un momento antes de hablar.
—He perdido la casa. Me han despedido del taller y… tengo algunas deudas. Bastantes. No tengo dónde ir.
El silencio volvió a llenar la habitación. Marisa se tapó la boca con la mano, conteniendo un sollozo.
—¿Por qué no nos lo dijiste antes? —susurró ella.
Tomás bajó la cabeza.
—El orgullo… Ya sabes cómo soy. No quería ser una carga para vosotros.
Me levanté y fui a la cocina, necesitaba respirar. Miré por la ventana las luces de Madrid encendiéndose poco a poco. Pensé en nuestra cuenta bancaria casi vacía, en las discusiones nocturnas sobre facturas impagadas, en los sueños rotos de una vida mejor. Y ahora esto.
Marisa vino detrás de mí.
—No podemos dejarle en la calle —dijo entre lágrimas—. Es mi padre.
La abracé fuerte. Sabía que tenía razón, pero también sabía lo que significaba: menos espacio, más tensión, menos intimidad… y el miedo constante de que todo se viniera abajo.
Esa noche Tomás durmió en el sofá. Yo apenas pegué ojo. Escuchaba su respiración pesada desde el pasillo y sentía una mezcla de lástima y resentimiento. ¿Por qué siempre tenía que ser yo el que cediera? ¿Por qué nunca podía ser fácil?
Los días siguientes fueron un infierno silencioso. Tomás apenas salía del salón; Marisa y yo discutíamos cada noche en susurros para no despertarle. El dinero no alcanzaba y las facturas seguían llegando. Pero lo peor estaba por venir.
Una tarde encontré a Tomás rebuscando entre mis papeles del trabajo. Me encaré con él:
—¿Qué buscas?
Se sobresaltó y negó con la cabeza.
—Nada… sólo quería ver si podía ayudaros con algo.
No le creí. Esa noche revisé mis cosas: faltaba mi DNI y una tarjeta bancaria antigua. El corazón me dio un vuelco.
Enfrenté a Tomás delante de Marisa.
—¿Por qué te llevaste mis cosas?
Tomás negó todo al principio, pero al final rompió a llorar.
—Me están buscando por una deuda… Necesitaba dinero para pagarles o iban a venir aquí…
Marisa se desplomó en el sofá, sollozando sin consuelo. Yo sentí una rabia sorda mezclada con miedo: ¿y si venían esos hombres? ¿Y si nos metía en problemas?
Esa noche tomé una decisión difícil: le pedí a Tomás que se fuera al día siguiente. No podía arriesgarme a perder lo poco que teníamos por culpa de sus errores.
Marisa me miró como si no me reconociera.
—Es mi padre… —susurró— ¿Cómo puedes echarle?
No respondí. Sabía que nuestra relación no volvería a ser igual después de esto.
A la mañana siguiente Tomás se fue sin decir adiós. El piso quedó más vacío que nunca, aunque seguíamos los dos allí, juntos pero distantes.
Ahora, meses después, sigo preguntándome si hice lo correcto. ¿Hasta dónde llega nuestra responsabilidad con la familia? ¿Cuánto estamos dispuestos a sacrificar por quienes amamos? ¿Y cuándo debemos pensar primero en nosotros mismos?