Un carrito, una vida: El día que la soledad me alcanzó en el supermercado

—¿Señora, va a tardar mucho? —La voz impaciente de la chica detrás de mí me sacudió como un cubo de agua fría. Miré mis manos temblorosas, intentando sacar las monedas exactas para pagar el pan y la leche en la caja del supermercado. El cajero, un chico joven con barba rala, ni siquiera me miró a los ojos. Sentí cómo el tiempo se detenía y todo el mundo parecía tener prisa, menos yo.

Me llamo Carmen, tengo setenta y ocho años y, hasta ese día, siempre pensé que era fuerte. Viuda desde hace seis años, aprendí a valerme por mí misma en nuestro piso de Vallecas. Mi hija, Lucía, vive en Barcelona y mi hijo, Andrés, apenas me llama. Pero yo nunca quise ser una carga para nadie. Siempre he sido de las que resuelven, de las que ayudan, de las que no piden nada.

Pero aquel martes, mientras buscaba las monedas en mi monedero deshilachado y sentía las miradas impacientes clavadas en mi espalda, me sentí invisible. Como si ya no existiera. Como si mi vida se hubiera reducido a estorbar en la cola del supermercado.

—Tranquila, señora —dijo una voz suave a mi lado. Era una mujer de mi edad, con el pelo recogido en un moño apretado y una sonrisa triste. Me ayudó a recoger las monedas que se me habían caído al suelo. —No se preocupe, todos llegaremos ahí —susurró.

Salí del supermercado con el carrito medio vacío y el corazón lleno de preguntas. ¿Cuándo me convertí en esto? ¿En una anciana torpe que molesta a los demás? Caminé despacio por la acera, viendo cómo la gente pasaba a mi lado sin mirarme. Recordé cuando venía aquí con mis hijos pequeños, cuando todo era ruido y carreras y risas. Ahora solo quedaba el eco de sus voces en mi memoria.

Al llegar al portal, vi a mi vecina Pilar discutiendo con su hijo al teléfono:

—¡No puedo estar sola todo el día! —gritaba Pilar—. ¿Tanto cuesta venir a verme un rato?

Me miró con ojos cansados y bajó la voz:

—Perdona, Carmen. Es que… ya sabes cómo es esto.

Asentí en silencio. Sí, lo sabía demasiado bien.

Subí a casa y me senté frente a la ventana. El sol caía sobre los tejados de Madrid y yo me sentía más sola que nunca. Pensé en llamar a Lucía, pero sabía que estaría ocupada con sus hijos y su trabajo. Andrés… mejor ni intentarlo. Últimamente solo llama para preguntarme si necesito algo o para recordarme que no salga mucho por si acaso me caigo.

Esa noche cené sola, como casi siempre. Encendí la televisión para escuchar voces humanas aunque fueran ajenas. En las noticias hablaban de la subida del precio de la luz y de los problemas de los mayores para llegar a fin de mes. Me reí amargamente: ni siquiera somos noticia si no es por lo que costamos.

Al día siguiente, bajé al banco a sacar algo de dinero. La cola era larga y todos parecían molestos por mi lentitud al usar el cajero automático. Un hombre mayor delante de mí murmuraba:

—Antes nos respetaban más…

Y tenía razón. ¿Cuándo dejamos de importar? ¿Cuándo pasamos de ser el centro de la familia a convertirnos en un estorbo?

Por la tarde llamé a Lucía:

—Hola mamá, ¿qué tal?

—Bien hija, solo quería oír tu voz.

—Ay mamá, estoy liadísima… ¿Te va todo bien? ¿Necesitas algo?

—No, nada… Solo quería hablar un rato.

—Te llamo el domingo, ¿vale? Un beso.

Colgué sintiéndome aún más sola. No era culpa suya; tenía su vida, sus hijos… Pero yo también fui madre joven y nunca dejé sola a mi madre.

Esa noche soñé con mi marido, Antonio. Soñé que paseábamos juntos por el Retiro y él me cogía de la mano como antes. Al despertar, sentí el hueco frío en la cama y lloré en silencio para no asustar a nadie.

Los días pasaron iguales: compras rápidas, saludos fugaces con los vecinos, comidas solitarias frente al televisor. Un domingo decidí ir a misa solo para ver gente conocida. Allí encontré a Mercedes, otra viuda del barrio.

—¿Tú también te sientes así? —me preguntó después de la misa.

—¿Cómo?

—Invisible. Como si ya no pintáramos nada.

Nos reímos amargamente y nos prometimos vernos más a menudo. Pero ambas sabíamos que sería difícil: cada una encerrada en su rutina y su soledad.

Un día recibí una carta del ayuntamiento: ofrecían talleres para mayores en el centro cultural del barrio. Dudé mucho antes de ir, pero al final me animé. Allí conocí a otros como yo: Rosario, que perdió a su marido hace poco; Manuel, que apenas ve a sus nietos; Teresa, que cuida sola de su hermano enfermo.

Entre todos compartimos historias parecidas: hijos ocupados, nietos lejanos, miedo al olvido. Pero también risas, recuerdos y ganas de seguir adelante aunque el mundo parezca habernos dado la espalda.

Ahora sé que no estoy sola en mi soledad. Que somos muchos los que luchamos cada día por mantener la dignidad y la alegría pese a todo.

A veces me pregunto: ¿Por qué nos cuesta tanto mirar a los mayores? ¿Por qué nos da miedo escuchar sus historias o tenderles una mano? ¿Acaso olvidamos que algún día seremos nosotros los que esperemos una llamada o una sonrisa?

¿Y tú? ¿Cuándo fue la última vez que miraste de verdad a una persona mayor?