Un corazón más grande que mi casa: La historia de Ana, madre de seis hijos
—¿Otra vez llegas tarde, Ana? —me espetó mi suegra, Carmen, nada más abrir la puerta del piso. El olor a cocido inundaba el recibidor, pero ni el aroma ni la calidez del hogar lograban aliviar la tensión que se respiraba en el ambiente.
—He tenido que pasar por el colegio, Lucía se ha peleado con una compañera —respondí, intentando no perder la calma mientras colgaba el abrigo y sentía las miradas de mis cuatro hijos clavadas en mi espalda.
Aquel martes de noviembre parecía uno más, pero el timbre sonó con una urgencia extraña. Al abrir, encontré a la policía y a la asistente social. Detrás de ellos, los dos hijos pequeños de mi vecino Dario: Marcos y Paula. Sus ojos estaban hinchados de tanto llorar. Dario había muerto esa mañana, solo en su piso, y nadie sabía qué hacer con sus hijos.
—¿Tú eres Ana? —preguntó la asistente social—. Los niños no tienen a nadie más. ¿Podrías quedártelos esta noche? Mañana veremos qué hacer.
No lo dudé. Les preparé una cama improvisada en el salón y les di un vaso de leche caliente. Paula no soltaba su peluche ni para ir al baño. Marcos no decía palabra. Esa noche apenas dormí, escuchando sus sollozos ahogados y preguntándome cómo sería capaz de cuidar a seis niños en un piso de ochenta metros cuadrados en Vallecas.
Mi marido, Miguel, llegó tarde del trabajo y me encontró sentada en la cocina, con la cabeza entre las manos.
—¿Qué ha pasado? ¿Por qué hay dos niños más en casa?
Se lo conté todo. Miguel me miró como si estuviera loca.
—Ana, no podemos hacernos cargo de ellos. Bastante tenemos con los nuestros. ¿Has pensado en el dinero? ¿En el espacio? ¿En lo que dirá tu madre?
Pero yo solo podía pensar en los ojos de Paula y Marcos, en su miedo y su soledad. Al día siguiente, la asistente social volvió con papeles y preguntas. Nadie más quería hacerse cargo de ellos. La abuela materna vivía en un pueblo perdido de Soria y estaba enferma; el padre nunca apareció.
—¿Estás segura, Ana? —me preguntó la asistente social—. Esto no es solo por unos días.
—Estoy segura —respondí, aunque por dentro temblaba.
Las semanas siguientes fueron un caos absoluto. Mis hijos mayores protestaban porque tenían que compartir habitación y juguetes. Lucía, la mediana, me gritó una tarde:
—¡No son nuestros hermanos! ¡No quiero compartir nada con ellos!
Miguel se encerraba cada vez más en sí mismo. Apenas hablábamos; solo discutíamos sobre facturas, deberes y turnos para la ducha. Mi suegra venía cada tarde a «ayudar», pero solo conseguía aumentar mi ansiedad con sus comentarios:
—Esto no puede salir bien, Ana. Vas a acabar enferma. Piensa en tus hijos.
Pero yo no podía echar atrás. Cada vez que veía a Marcos ayudar a mi hijo pequeño con los deberes o a Paula abrazada a Lucía mientras veían dibujos animados, sentía que algo bueno estaba creciendo entre tanto caos.
El colegio llamó varias veces porque Paula tenía pesadillas y lloraba en clase. Fui a hablar con la orientadora escolar.
—Ana, estos niños necesitan estabilidad y mucho cariño. Pero también necesitas cuidarte tú —me dijo con voz suave.
No sabía cómo hacerlo. Me sentía sola, agotada, invisible para todos menos para esos seis pares de ojos que me buscaban cada mañana.
Un día, mientras preparaba la cena, escuché a Miguel hablando por teléfono en el balcón:
—No sé cuánto más vamos a aguantar así… Ana está desbordada y yo no puedo con tanta presión…
Me derrumbé. Lloré como hacía años que no lloraba. ¿Había cometido un error? ¿Estaba destruyendo mi familia por querer ayudar demasiado?
Esa noche, después de acostar a todos los niños, me senté con Miguel en el sofá.
—Si quieres que los niños se vayan, dímelo ahora —le dije entre lágrimas—. Pero yo no puedo abandonarlos.
Miguel me miró largo rato antes de responder:
—No quiero perderte a ti ni a nuestra familia. Pero necesito que esto lo hagamos juntos. No puedo sentirme un extraño en mi propia casa.
A partir de ese momento intentamos organizarnos mejor: turnos para las tareas, tardes de juegos en el parque del barrio, ayuda de los vecinos para llevarlos al colegio. Poco a poco, la casa dejó de ser un campo de batalla para convertirse en un refugio lleno de risas y peleas infantiles.
Un domingo por la tarde, mientras todos jugaban al parchís en el salón, Lucía se acercó y me susurró al oído:
—Mamá… creo que ya somos una familia grande de verdad.
Me abracé a ella y sentí que todo había valido la pena.
A veces me pregunto si hice lo correcto o si fui demasiado impulsiva. ¿Hasta dónde puede llegar el amor de una madre? ¿Y vosotros qué haríais si dos niños llamaran a vuestra puerta buscando un hogar?