Un día en la Gran Vía: El secreto de Nicolás

—¿Tienes algo suelto para un café?—. La voz ronca me sobresaltó mientras salía del metro en Gran Vía, con la prisa habitual de los lunes. Me giré y vi a un hombre sentado en el suelo, cubierto con una manta raída y una mirada que mezclaba cansancio y dignidad. Dudé un segundo. Siempre había evitado cruzar la mirada con quienes pedían en la calle, como si así pudiera ignorar su existencia. Pero ese día, no sé por qué, me detuve.

—¿Cómo te llamas?— pregunté, sin saber muy bien por qué.

Él sonrió, sorprendido por la pregunta.

—Nicolás. Y tú, ¿cómo te llamas?

—Elena— respondí, sintiendo que algo dentro de mí se removía.

Le invité a un café en el bar de la esquina. Mientras caminábamos, noté cómo la gente nos miraba: algunos con lástima, otros con desprecio. Me sentí incómoda, pero también extrañamente orgullosa de desafiar esa indiferencia tan madrileña.

Sentados frente a dos cafés humeantes, Nicolás empezó a hablar. Su voz era pausada, como si cada palabra le costara un esfuerzo enorme.

—No siempre estuve aquí fuera. Tenía una casa en Vallecas, una mujer, dos hijos… Trabajaba en la construcción. Pero llegó la crisis y todo se fue al garete. Me despidieron, no pude pagar la hipoteca y nos echaron. Mi mujer se fue con los niños a casa de su madre. Yo… no supe pedir ayuda.

Me quedé en silencio. Recordé las noticias sobre desahucios, las imágenes de familias llorando en la calle. Pero nunca había puesto nombre ni rostro a esa tragedia.

—¿No tienes familia que te ayude?— pregunté, sintiéndome torpe.

Nicolás suspiró.

—Mi hermano vive en Sevilla. Hace años que no hablamos. Mi madre murió antes de todo esto. Y mis hijos… No quiero que me vean así.

En ese momento, sentí una punzada de vergüenza por todas las veces que había juzgado a personas como él desde mi comodidad. Pensé en mi propio padre, jubilado tras toda una vida trabajando en RENFE, y en lo fácil que sería para cualquiera perderlo todo.

El camarero nos miraba con impaciencia. Cuando fui a pagar, Nicolás insistió en devolverme el euro que le había dado antes.

—No quiero limosna— dijo con firmeza—. Solo quería hablar con alguien.

Salimos del bar y caminamos juntos por la Gran Vía. Me contó cómo cada noche buscaba refugio en los soportales del Banco de España y cómo la policía les echaba al amanecer. Cómo algunos transeúntes le insultaban o le tiraban monedas como si fuera un animal. Pero también habló de otros sin hogar que se ayudaban entre sí, compartiendo lo poco que tenían.

De repente, se detuvo frente a una tienda de juguetes.

—Mi hijo mayor cumple años hoy— murmuró—. Tiene diez años ya…

Vi cómo sus ojos se llenaban de lágrimas. Saqué mi móvil y le propuse llamar a su familia. Dudó mucho rato, pero al final marcó el número de su exmujer. Escuché solo su parte de la conversación:

—Hola, Carmen… Soy yo… Solo quería felicitar a Pablo… Sí, estoy bien… No te preocupes… Dale un beso de mi parte…

Colgó y se quedó mirando el suelo.

—No quieren saber nada de mí— dijo al fin—. Y lo entiendo.

Me sentí impotente. ¿Qué podía hacer yo? ¿Un trabajo? ¿Un techo? Todo parecía insuficiente ante el abismo que separaba nuestras vidas.

Antes de despedirnos, le pregunté si podía hacer algo más por él.

—Solo no me olvides— respondió—. No somos invisibles, aunque lo parezca.

Volví a casa esa noche con el corazón encogido. Durante la cena, intenté contarle a mi madre lo que había vivido.

—¿Y para qué te metes en líos?— dijo ella—. Bastante tenemos con lo nuestro.

Pero yo ya no podía mirar igual a quienes dormían en los cajeros o pedían en los semáforos. Empecé a colaborar con una asociación local que ayuda a personas sin hogar y cada semana buscaba a Nicolás para compartir un café y escucharle.

Un día dejó de aparecer por Gran Vía. Pregunté por él durante semanas hasta que otro hombre me dijo que había conseguido plaza en un albergue municipal y estaba buscando trabajo como jardinero.

No sé si volveré a verle, pero su historia me cambió para siempre. Ahora sé que detrás de cada persona sin hogar hay una vida rota por circunstancias que cualquiera podría sufrir: una crisis económica, una enfermedad, una mala decisión o simplemente mala suerte.

A veces me pregunto: ¿cuántos Nicolás habrá en nuestras calles? ¿Cuándo dejaremos de mirar hacia otro lado?