Un Paseo Bajo la Lluvia: El Día que Todo Cambió
—¿Te apetece dar un paseo después del trabajo? —me preguntó Victoria, con esa voz suave que aún no terminaba de encajar en el bullicio de la oficina.
Me quedé mirándola, sorprendido. Llevaba meses saliendo solo del edificio, con la cabeza gacha y el móvil en la mano, fingiendo revisar correos para evitar conversaciones incómodas. La rutina era mi escudo: casa, trabajo, casa. Mi mujer, Carmen, últimamente apenas me dirigía la palabra; desde que empezó con sus clases de cerámica en el centro cultural del barrio, parecía vivir en otro mundo. Mis amigos, como Luis o Marta, siempre estaban ocupados con sus hijos o sus propios problemas. Y yo… yo me había convertido en un fantasma en mi propia vida.
—Claro —respondí, casi sin pensarlo. ¿Por qué no? Quizá necesitaba aire fresco o simplemente alguien que me recordara que seguía vivo.
Salimos juntos bajo una lluvia fina que empapaba las aceras de Madrid. Victoria caminaba a mi lado, con paso ligero y una sonrisa tímida. Al principio hablamos de cosas triviales: el jefe, los informes interminables, el café horrible de la máquina. Pero pronto la conversación se tornó más personal.
—¿Siempre sales tan tarde? —me preguntó.
—No tengo prisa por llegar a casa —admití. Me sorprendió mi sinceridad.
Victoria asintió, como si entendiera perfectamente. —Yo tampoco. Desde que me mudé aquí, echo de menos a mi familia. Mi madre dice que Madrid es demasiado grande para una chica de pueblo como yo.
Nos detuvimos bajo un soportal para resguardarnos de la lluvia. El tráfico rugía a lo lejos y las luces de los coches se reflejaban en los charcos. Sentí una punzada de nostalgia por algo que no sabía nombrar.
—¿Y tú? —preguntó ella—. ¿Tienes familia aquí?
—Sí… Bueno, mi mujer y yo vivimos cerca de Atocha. Pero últimamente…
Me callé. ¿Por qué iba a contarle mis miserias a una desconocida? Pero Victoria no apartó la mirada.
—A veces siento que Carmen y yo hablamos idiomas distintos —confesé al fin—. Antes todo era fácil: salíamos, reíamos, hacíamos planes. Ahora parece que cada uno vive en su propio universo.
Victoria sonrió con tristeza. —Eso pasa más de lo que crees. Mis padres llevan juntos treinta años y a veces ni se miran a los ojos.
Seguimos caminando. La conversación fluyó con una naturalidad extraña; sentí que podía contarle cualquier cosa. Le hablé de mi trabajo monótono como analista de datos, de mis miedos a quedarme estancado, del vacío que sentía al llegar a casa y encontrar a Carmen absorta en sus esculturas de barro.
—¿Y tú? —le pregunté—. ¿Por qué viniste a Madrid?
Victoria suspiró. —Quería escapar. En mi pueblo todos esperan que sigas el mismo camino: casarte joven, tener hijos, cuidar de los mayores… Yo quería algo distinto. Pero ahora no sé si he hecho bien.
Nos reímos juntos, compartiendo esa sensación de estar perdidos en mitad de una ciudad inmensa.
De repente sonó mi móvil: era Carmen. Dudé antes de contestar.
—¿Dónde estás? —su voz sonaba fría al otro lado.
—He salido a dar un paseo con una compañera —respondí, sintiéndome culpable sin motivo.
—¿Con una compañera? —repitió ella, con un tono que no supe descifrar.
—Sí… No tardo mucho.
Colgué y guardé el móvil en el bolsillo. Victoria me miró con comprensión.
—No tienes por qué explicarte —dijo—. A veces necesitamos hablar con alguien que no nos juzgue.
Caminamos hasta una pequeña cafetería cerca del Retiro. Dentro olía a café recién hecho y bollería caliente. Nos sentamos junto a la ventana y pedimos dos cafés con leche.
—¿Nunca has pensado en cambiar algo? —me preguntó Victoria mientras removía el azúcar en su taza.
Me quedé pensativo. ¿Cambiar? ¿Pero cómo? Mi vida era una sucesión de días iguales; cualquier cambio me aterrorizaba tanto como me atraía.
—No sé por dónde empezar —admití.
Victoria sonrió.—A veces basta con dar un paso pequeño. Como este paseo.
La conversación derivó hacia sueños y frustraciones. Me di cuenta de que llevaba años sin hablar así con nadie, ni siquiera con Carmen. Sentí una mezcla de alivio y tristeza: alivio por desahogarme; tristeza por lo lejos que estaba mi mujer de ese lugar íntimo donde uno puede ser vulnerable.
Al salir de la cafetería, la lluvia había cesado y las calles brillaban bajo las farolas. Caminamos en silencio hasta el metro.
—Gracias por escucharme —le dije antes de despedirnos.
Victoria me abrazó brevemente.—Gracias a ti por confiar en mí.
Volví a casa con el corazón agitado. Carmen estaba en el salón, modelando una figura de barro sobre la mesa.
—¿Has cenado? —preguntó sin mirarme.
—No… ¿Te apetece salir a dar un paseo? —le propuse, casi sin esperanza.
Carmen levantó la vista sorprendida.—¿Ahora?
Asentí.—Sí… Hace mucho que no hablamos.
Ella dejó el barro a un lado y se levantó despacio.—Vale… Vamos.
Salimos juntos al fresco de la noche madrileña. Caminamos en silencio al principio, pero poco a poco las palabras empezaron a fluir: sobre su taller, mis miedos, nuestros recuerdos compartidos… Por primera vez en mucho tiempo sentí que aún quedaba algo entre nosotros digno de salvarse.
Aquella noche apenas dormí. Pensé en Victoria, en Carmen, en mí mismo atrapado entre dos mundos: el miedo al cambio y la necesidad urgente de vivir algo distinto.
Ahora me pregunto: ¿Cuántos paseos dejamos pasar por miedo o costumbre? ¿Cuántas oportunidades perdemos por no atrevernos a hablar desde el corazón?