Un Paseo Inesperado: Secretos Bajo la Luz de Madrid

—¿Gabriel, te apetece dar un paseo después del trabajo?—. La voz de Lucía me sorprendió, cortando el zumbido monótono de los ordenadores en la oficina. No era habitual que alguien me invitara a salir, mucho menos una compañera nueva. Miré alrededor: Ana y Marta cuchicheaban cerca de la máquina de café, y el jefe, don Ernesto, revisaba papeles con su ceño habitual.

—¿Un paseo?— respondí, intentando sonar casual, aunque por dentro sentía una mezcla de curiosidad y nerviosismo. —Claro, ¿por dónde quieres ir?

Lucía sonrió, esa sonrisa franca que aún no había aprendido a disimular en este entorno gris. —Por el Retiro. Hace buen tiempo y necesito aire fresco. Además, me vendría bien conocer a alguien fuera del trabajo.

Acepté casi sin pensarlo. Últimamente, mi vida era una sucesión de días iguales: informes, reuniones, cenas silenciosas con mi esposa Clara —quien últimamente parecía más interesada en su móvil que en mí— y noches de insomnio mirando el techo. Mis amigos de siempre estaban atrapados en sus propios problemas: hijos pequeños, hipotecas, divorcios. Yo me sentía cada vez más solo.

Salimos juntos al caer la tarde. Madrid bullía con su energía habitual, pero yo sentía que caminaba en una burbuja. Lucía hablaba con naturalidad sobre su mudanza desde Valencia, sus primeras impresiones del equipo y lo difícil que era empezar de cero en una ciudad tan grande.

—¿Tienes familia aquí?— pregunté, intentando desviar la conversación de mi propia vida.

—No, solo una prima lejana. Pero bueno, siempre se puede empezar de nuevo, ¿no crees?—

Asentí, aunque por dentro sentí un nudo en el estómago. ¿Empezar de nuevo? ¿Era eso lo que necesitaba yo?

Nos sentamos en un banco bajo los castaños del Retiro. El aire olía a primavera y a promesas rotas. Lucía se quedó callada un momento y luego me miró fijamente.

—Gabriel, ¿te puedo preguntar algo personal?—

Me tensé. —Claro.

—¿Eres feliz?—

La pregunta me golpeó como una bofetada. No supe qué decir. Miré mis manos, las uñas mordidas, el reloj barato que Clara me regaló hace años.

—No lo sé— admití al fin. —Supongo que sí… o al menos debería serlo. Tengo trabajo fijo, una casa bonita…

Lucía suspiró.—A veces nos convencemos de que eso basta. Pero yo creo que la felicidad es otra cosa.

Guardamos silencio. De repente sentí la necesidad de hablar, de contarle todo lo que llevaba meses guardando: la distancia con Clara, las discusiones por tonterías, el miedo a que todo se estuviera desmoronando sin remedio.

—Clara y yo… últimamente no hablamos mucho. Siento que está lejos incluso cuando está a mi lado. No sé si es culpa mía o simplemente hemos cambiado demasiado.

Lucía asintió con comprensión.—A veces las parejas se pierden sin quererlo. Mi exnovio y yo nos dimos cuenta demasiado tarde.

Me sorprendió lo fácil que era hablar con ella. Quizá porque no me juzgaba, quizá porque no esperaba nada de mí.

De pronto sonó mi móvil: un mensaje de Clara. “Hoy llegaré tarde. No me esperes para cenar.” Sentí una punzada en el pecho.

Lucía lo notó.—¿Todo bien?

—Sí… bueno, no.— Guardé el móvil y respiré hondo.—¿Sabes? Echo de menos sentirme importante para alguien.

Ella me miró con ternura.—Todos necesitamos sentirnos vistos.

El sol se ocultaba tras los árboles cuando decidimos volver. Caminamos en silencio hasta la boca del metro. Antes de despedirse, Lucía me tocó el brazo.

—Gabriel… Si alguna vez necesitas hablar o simplemente desconectar, aquí estoy.—

Asentí agradecido. Volví a casa con la cabeza llena de pensamientos y el corazón revuelto.

Al entrar en casa, el silencio era abrumador. Dejé las llaves sobre la mesa y me senté en el sofá. Miré las fotos familiares: Clara y yo sonriendo en la playa de Cádiz, hace años; mis padres en su piso de Salamanca; mi hermana pequeña con sus hijos.

¿En qué momento nos habíamos perdido? ¿Era culpa del trabajo, del estrés diario o simplemente del paso del tiempo?

Esa noche no pude dormir. Pensé en Lucía, en su sinceridad desarmante, en cómo había removido algo dentro de mí que llevaba tiempo dormido.

A la mañana siguiente, Clara seguía distante. Apenas cruzamos palabras durante el desayuno.

—¿Te pasa algo?— pregunté al fin.

Ella negó con la cabeza.—Nada importante.—

Pero yo sabía que mentía.

Los días siguientes fueron una sucesión de silencios incómodos y rutinas vacías. Lucía empezó a invitarme a comer fuera algunos días; nunca hubo nada más allá de la amistad, pero esas conversaciones eran un oasis en medio del desierto emocional en que se había convertido mi vida.

Una tarde, al volver antes de lo habitual, encontré a Clara hablando por teléfono en voz baja en el balcón. Al verme, colgó rápidamente y fingió normalidad.

—¿Quién era?— pregunté sin rodeos.

Ella dudó un instante.—Solo una amiga del trabajo.—

No insistí, pero algo dentro de mí se rompió un poco más.

Esa noche discutimos por una tontería: la cena fría, el desorden del salón… pero ambos sabíamos que no era por eso. Era por todo lo no dicho, por los reproches acumulados durante meses.

—¿Por qué ya no hablamos como antes?— le solté al fin.—¿Por qué siento que te estoy perdiendo?

Clara rompió a llorar.—No lo sé, Gabriel… Yo también me siento sola.—

Nos abrazamos entre lágrimas, pero supe que aquello no bastaría para arreglarlo todo.

Al día siguiente hablé con Lucía durante el almuerzo.

—Quizá necesitamos ayuda profesional— le confesé.—No quiero rendirme todavía.

Ella asintió.—Eso es valiente. No todos se atreven a luchar por lo que importa.—

Esa tarde busqué un terapeuta de pareja y propuse a Clara ir juntos. Al principio dudó, pero finalmente aceptó.

No sé cómo acabará nuestra historia. Pero sé que aquel paseo inesperado con Lucía fue el detonante para enfrentarme a mis miedos y dejar de fingir que todo iba bien.

Ahora os pregunto: ¿cuántas veces habéis sentido que vuestra vida iba en piloto automático? ¿Os habéis atrevido alguna vez a parar y mirar dentro de vosotros mismos?