Un paso de la felicidad: La historia de Mariela
—¿Y tú para cuándo, Mariela? —me preguntó mi tía Lucía, con esa sonrisa que no era sonrisa, sino un recordatorio de que, a mis treinta años, seguía soltera y sin hijos.
Sentí el calor subirme al rostro. Era la tercera vez esa noche que alguien me lanzaba la misma pregunta, como si mi valor dependiera de un anillo en el dedo. Miré mi copa de vino y fingí una sonrisa. Mi mamá, sentada a mi lado, me apretó la mano bajo la mesa. Sabía lo que significaba ese gesto: paciencia, hija. Pero yo ya no tenía paciencia.
Desde niña me decían que era bonita. «¡Qué ojos tan grandes tiene Mariela!», «¡Qué cabello tan brillante!», «Va a romper corazones cuando crezca». Pero nadie me advirtió que la belleza también puede ser una jaula. Crecí en Puebla, en una familia donde las mujeres se casan jóvenes y los hombres esperan que cocines como tu abuela y sonrías como tu madre. Yo quería más. Por eso estudié comunicación y, contra todo pronóstico, conseguí trabajo en una agencia importante en Ciudad de México.
Al principio todo era emocionante: el bullicio de la ciudad, los cafés llenos de gente creativa, las noches largas trabajando en campañas para marcas que solo había visto en la tele. Pero pronto la soledad se coló entre los huecos de mi agenda apretada. Mis amigas empezaron a casarse, a tener hijos, a mudarse a las afueras. Yo seguía sola en un departamento pequeño en la Narvarte, con una gata llamada Frida y una planta que se negaba a florecer.
—No es que no quiera —le decía a mi mamá por teléfono—, es que no encuentro a nadie con quien valga la pena intentarlo.
Ella suspiraba del otro lado de la línea. —Es que eres muy exigente, hija.
Tal vez tenía razón. Pero ¿por qué debía conformarme? Había salido con hombres que me hacían reír, otros que me hacían llorar y algunos que ni siquiera recordaban mi cumpleaños. Ninguno se quedó lo suficiente como para conocer mis miedos o mis sueños.
La presión empezó a doler más cuando cumplí treinta. Mis primas ya tenían hijos en primaria y yo apenas podía cuidar de mí misma. En cada reunión familiar era lo mismo: miradas de lástima, consejos no pedidos, historias de matrimonios arreglados por el destino o por la necesidad.
Una noche, después de una cena especialmente incómoda, mi papá me llamó al balcón.
—Mira, Mariela —me dijo—, yo sé que no es fácil. Pero tampoco tienes que demostrarle nada a nadie. Si eres feliz así, está bien.
Quise creerle. Pero no podía dejar de pensar en lo que dirían los demás. En el fondo, sentía que les debía algo: nietos, estabilidad, una boda con mariachi y mole poblano.
Un día conocí a Daniel en una junta de trabajo. Era divertido, inteligente y parecía interesado en algo más que mi apariencia. Empezamos a salir y por primera vez sentí que podía ser yo misma sin miedo al juicio. Pero Daniel tenía sus propios fantasmas: una exnovia celosa, una madre controladora y un miedo terrible al compromiso.
—No sé si estoy listo para algo serio —me confesó una tarde en Coyoacán.
Sentí cómo se rompía algo dentro de mí. Otra vez lo mismo: promesas vacías y finales anticipados.
Esa noche lloré como hacía años no lloraba. Me sentí sola, inútil, como si todo lo que había logrado no valiera nada porque no tenía pareja. Pensé en dejarlo todo y regresar a Puebla, rendirme ante las expectativas familiares y buscar a alguien «adecuado» solo para encajar.
Pero algo dentro de mí se rebeló. ¿Por qué debía sacrificar mis sueños por cumplir con un guion ajeno? ¿Por qué debía medir mi valor por el estado civil?
Empecé a salir sola: al cine, a museos, a conciertos. Al principio fue incómodo; sentía las miradas curiosas o compasivas de quienes veían a una mujer sola en un restaurante. Pero poco a poco aprendí a disfrutar mi propia compañía.
Un sábado por la tarde fui al parque México con Frida en su transportadora. Me senté en una banca y saqué un libro. Un señor mayor se acercó y me preguntó si podía sentarse.
—Claro —le respondí.
Empezamos a platicar. Se llamaba Don Ernesto y había enviudado hacía dos años. Me contó cómo su esposa había sido el amor de su vida y cómo aprendió a vivir solo después de perderla.
—La soledad no es mala —me dijo—. Es solo otra forma de estar acompañado… contigo misma.
Sus palabras me acompañaron durante semanas. Empecé a escribir sobre mis experiencias: las citas fallidas, las expectativas familiares, los miedos y las pequeñas victorias cotidianas. Abrí un blog anónimo y pronto empecé a recibir mensajes de otras mujeres que se sentían igual: presionadas por la familia, juzgadas por la sociedad, pero decididas a buscar su propio camino.
Un día mi mamá encontró el blog por accidente y me llamó llorando.
—No sabía que te sentías así —me dijo—. Perdóname si alguna vez te hice sentir menos por no tener pareja.
Lloramos juntas por teléfono. Por primera vez sentí que podía ser honesta con ella sin miedo al juicio.
La relación con mi familia empezó a cambiar poco a poco. Ya no me preguntaban tanto «¿y tú para cuándo?» sino «¿cómo estás?» o «¿qué proyectos tienes?» Empecé a sentirme más ligera, menos atada a las expectativas ajenas.
Daniel volvió a buscarme meses después. Había ido a terapia y quería intentarlo de nuevo. Dudé mucho antes de aceptar verlo; ya no era la misma Mariela insegura de antes.
Nos encontramos en un café y hablamos durante horas. Esta vez fui clara sobre lo que quería y lo que no estaba dispuesta a tolerar. Daniel parecía diferente, pero yo también lo era: ya no necesitaba una relación para sentirme completa.
No sé si esta historia tiene un final feliz tradicional; todavía estoy aprendiendo a vivir con mis propias reglas y no las de los demás. Pero sí sé que di el paso más difícil: dejar de buscar afuera lo que solo podía encontrar dentro de mí.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres viven atrapadas entre lo que quieren y lo que esperan de ellas? ¿Cuántas veces nos negamos la felicidad por miedo al qué dirán?
¿Y tú? ¿Te has sentido alguna vez así?