Una carta inesperada: entre la culpa y el deber

—¿Por qué ahora, mamá? —me pregunté en voz baja, apretando la carta entre los dedos temblorosos. El papel olía a colonia barata y a reproche. Luis me miraba desde el otro lado de la mesa, su café ya frío, sus ojos llenos de preguntas que no me atrevía a responder.

La carta había llegado esa mañana, con el matasellos de Sevilla bien visible. Mi madre, Carmen, nunca había sido de escribir. Ni de pedir. Pero ahí estaba, con su letra apretada y formal: “Querida Inés, necesito que me envíes 500 euros este mes. No puedo seguir adelante sola. Es tu deber como hija”. Ni un saludo cálido. Ni un “¿cómo estás?”. Solo la exigencia, desnuda y cruel.

Luis rompió el silencio:
—¿Vas a llamarla?

Negué con la cabeza. No podía. No todavía. La última vez que hablé con mi madre acabamos gritando, como siempre. Ella diciendo que yo era una desagradecida por irme a Madrid a estudiar, yo reprochándole su frialdad y sus silencios eternos cuando papá se fue con otra mujer.

—¿Y si realmente lo necesita? —insistió Luis—. ¿Y si está enferma?

Me mordí el labio. No quería sentir lástima. Mi madre siempre había sido dura, orgullosa. Cuando era niña, me enseñó a no llorar nunca en público. “Las lágrimas son para los débiles”, decía mientras me peinaba con tirones bruscos antes de ir al colegio. Pero ahora era ella la que pedía ayuda.

Esa noche no dormí. Recordé las Navidades en casa de mi abuela en Triana, el olor a puchero y las discusiones por cualquier cosa: el dinero que no llegaba, los celos entre mis tíos, los reproches por los regalos baratos. Mi familia siempre había sido así: orgullosa y rota.

A la mañana siguiente llamé a mi hermana pequeña, Lucía. Ella seguía viviendo en Sevilla, cerca de mamá.

—¿Te ha escrito también? —pregunté sin rodeos.

Lucía suspiró al otro lado del teléfono.
—Sí, pero yo no puedo ayudarla ahora. Estoy hasta arriba con el alquiler y los niños…

—¿Sabes si le pasa algo grave?

—No lo sé, Inés. Últimamente está rara. Apenas sale de casa desde que la despidieron del supermercado. Pero ya sabes cómo es… nunca pide ayuda hasta que está desesperada.

Colgué sintiéndome peor aún. Luis me abrazó en silencio. Él venía de una familia distinta: padres jubilados en Valencia, siempre dispuestos a ayudar, a escuchar, a perdonar. Yo no sabía lo que era eso.

Durante días evité pensar en la carta. Pero cada vez que abría la nevera vacía o veía la factura de la luz sobre la mesa, sentía una punzada de culpa. ¿Y si realmente necesitaba ese dinero? ¿Y si algo le pasaba y yo no estaba allí?

Finalmente reuní el valor para llamarla.

—¿Mamá?

Su voz sonó seca, cansada.
—¿Has recibido mi carta?

—Sí… Mamá, ¿por qué me pides esto ahora? Sabes que no estamos sobrados…

—No te lo pido por gusto —respondió con un tono que mezclaba orgullo y súplica—. Me han cortado el gas y no tengo para pagar la comunidad. No quiero acabar en la calle como una cualquiera.

Sentí rabia y compasión al mismo tiempo.
—¿Por qué no me lo dijiste antes? ¿Por qué siempre tienes que hacerlo todo tan difícil?

Silencio al otro lado.
—No quería molestarte —susurró finalmente—. Ya bastante tienes con tu vida en Madrid…

Me quedé callada. Recordé todas las veces que necesité su apoyo y ella no estuvo. Las noches en vela estudiando para las oposiciones mientras ella me decía que “eso era perder el tiempo”. El día que le conté que Luis y yo queríamos casarnos y ella solo preguntó si él tenía trabajo fijo.

Pero también recordé su manera torpe de demostrar cariño: los tuppers llenos de croquetas cuando venía a visitarme; las llamadas los domingos para preguntarme si comía bien; su manera de preocuparse sin decirlo nunca en voz alta.

Esa tarde fui al banco y le hice una transferencia. No los 500 euros que pedía, pero sí lo suficiente para pagar el gas y algo más. Le mandé un mensaje: “Ya tienes el dinero. Llámame si necesitas hablar”.

Pasaron días sin respuesta. Me sentí vacía, como si hubiera perdido una batalla invisible contra mi propio pasado.

Una semana después recibí una llamada inesperada.

—Gracias —dijo mi madre sin preámbulos—. Sé que no ha sido fácil para ti.

No supe qué contestar. Por primera vez en años sentí que algo se había roto entre nosotras… o quizá se había empezado a recomponer.

Esa noche hablé largo rato con Luis sobre todo lo que había pasado: mis miedos, mis resentimientos, mi incapacidad para perdonar del todo.

—Quizá nunca tengamos una relación normal —le dije—. Pero al menos he hecho lo correcto.

Luis me besó la frente.
—A veces lo correcto es solo lo posible.

Ahora miro atrás y me pregunto: ¿Cuántas veces dejamos que el orgullo nos impida pedir ayuda? ¿Cuántas heridas familiares podrían curarse si fuéramos capaces de hablar desde el corazón? ¿Vosotros qué haríais en mi lugar?