¿Vas a esperarme?
—¿Vas a esperarme? —le pregunté a Julián, con la voz temblorosa, mientras él recogía sus cosas del clóset. No me miró. Solo siguió doblando su camisa favorita, esa azul que le regalé en nuestro aniversario número veinte. El silencio se hizo tan pesado que sentí cómo se me apretaba el pecho.
—No sé, Wanda. No sé si puedo —respondió al fin, sin levantar la vista.
Me quedé parada en la puerta, abrazando mi bata de baño como si fuera un escudo. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina de nuestra casa en el barrio San Juan, en las afueras de Puebla. El olor a café frío y humedad llenaba el aire. Pensé en cómo el tiempo se nos había ido de las manos. Hace nada éramos dos jóvenes enamorados, soñando con una vida mejor. Ahora, casi cincuenta años encima y una distancia que no se mide en kilómetros, sino en palabras no dichas y caricias olvidadas.
Me miré en el espejo del baño. Las ojeras moradas, las arrugas profundas alrededor de los ojos, el cabello teñido que ya no logra ocultar las canas. «Dicen que hay que amarse en todas las versiones de una misma», pensé amargamente. Pero ¿cómo se ama una cuando siente que ya no queda nada digno de amor?
Mi hija Mariana entró sin tocar, como siempre.
—¿Otra vez peleando con papá? —preguntó, cruzándose de brazos.
—No es pelea —le respondí—. Es solo… cansancio.
Mariana bufó y rodó los ojos. Tiene veintitrés años y la vida por delante. No entiende lo que es mirar atrás y sentir que todo lo que soñaste se fue desmoronando poco a poco.
—Mamá, ¿por qué no te buscas algo para hacer? Un curso, un trabajo… No sé, algo que te saque de aquí.
La miré con una mezcla de ternura y tristeza. No sabe lo que dice. Cuando tienes hijos pequeños, el tiempo se te va entre pañales y tareas escolares. Cuando crecen, te quedas sola con tus pensamientos y tus miedos.
Esa noche, Julián no volvió a casa. Me senté en la sala, con la televisión encendida solo para escuchar voces humanas. Mi madre siempre decía que una mujer debe aprender a estar sola, pero nunca me enseñó cómo se hace eso sin sentir que te ahogas.
Al día siguiente fui al mercado. Las señoras del puesto de verduras cuchicheaban sobre mí. «Dicen que Julián anda con la del salón de belleza», susurró una. Sentí la sangre subir a mi cara. ¿Eso era lo que quedaba de mí? ¿Un chisme más en boca de todos?
Regresé a casa y encontré a Mariana llorando en su cuarto.
—¿Qué pasa? —le pregunté, sentándome a su lado.
—No quiero que se separen —me dijo entre sollozos—. No quiero ser como mis amigas, que tienen papás divorciados.
La abracé fuerte. Por un momento quise prometerle que todo estaría bien, pero no pude mentirle. Yo tampoco sabía si todo estaría bien.
Esa noche me atreví a llamar a Julián.
—¿Vas a volver? —le pregunté, la voz apenas un susurro.
—No lo sé, Wanda. Necesito tiempo —me respondió.
Colgué el teléfono y me senté frente al espejo otra vez. Me miré largo rato. Recordé cuando era joven y bailaba cumbia en las fiestas del barrio, cuando Julián me decía que era la más bonita de todas. ¿En qué momento dejé de ser esa mujer?
Los días pasaron lentos. Mariana salía cada vez más temprano y volvía más tarde. Yo empecé a caminar por el parque del barrio para no volverme loca entre las paredes de la casa vacía. Un día me encontré con doña Rosa, la vecina de toda la vida.
—Te ves cansada, Wanda —me dijo—. ¿Por qué no vienes al grupo de mujeres los jueves? Platicamos, tejemos… Nos reímos un rato.
Acepté por compromiso, pero esa noche descubrí algo nuevo: mujeres como yo, con historias parecidas o peores. Una había perdido a su esposo por el cáncer; otra, porque él se fue con una mujer más joven; otra más porque simplemente un día dejó de quererla. Entre risas y lágrimas compartimos recetas y secretos para sobrevivir al abandono.
Una tarde Mariana llegó furiosa.
—¡Papá está saliendo con otra! ¡Lo vi con mis propios ojos!
No supe qué decirle. Me sentí vieja y derrotada. Pero esa noche, mientras tejía una bufanda junto a doña Rosa y las demás, entendí algo: no podía seguir esperando a Julián ni a nadie para sentirme viva otra vez.
Empecé a buscar trabajo. Conseguí limpiar casas tres veces por semana. Al principio me dio vergüenza; después sentí orgullo por poder pagar mis propios gastos. Mariana empezó a verme diferente: menos como una víctima y más como una mujer fuerte.
Un día Julián apareció en la puerta.
—¿Puedo pasar? —preguntó tímido.
Lo miré largo rato antes de responderle:
—Pasa si quieres café, pero no si vienes a buscar a la Wanda de antes. Esa ya no está aquí.
Se quedó callado. Vi en sus ojos algo parecido al arrepentimiento o tal vez solo nostalgia.
Esa noche dormí tranquila por primera vez en meses. Me di cuenta de que no necesitaba que nadie me esperara para sentirme valiosa.
Hoy me miro al espejo y veo las mismas arrugas y canas, pero también veo fuerza donde antes solo había miedo.
¿Será que alguna vez aprendemos a amarnos de verdad? ¿O siempre estaremos esperando que alguien más nos dé permiso para ser felices?