Veinte años después: el secreto de Ricardo
—¿Eres tú, Lucía?—. La voz me atravesó como un relámpago en mitad de la estación de Atocha, entre el bullicio de viajeros y el eco de las maletas rodando por el suelo. Me giré, y allí estaba Ricardo, mi exmarido, el hombre al que juré no volver a mirar nunca más. Veinte años habían pasado desde aquel último portazo, desde que se llevó su maleta y dejó tras de sí el olor a colonia y a promesas rotas.
No sé si fue el temblor en sus manos o la forma en que me miró, como si buscara en mi rostro a la mujer que fui, lo que me hizo quedarme quieta. No huí. No le insulté. Solo le miré, esperando que el tiempo se deshiciera entre nosotros.
—Ricardo —dije, con una voz que no reconocí—. ¿Qué haces aquí?
Él sonrió, pero era una sonrisa triste, de esas que se usan en los funerales o cuando uno sabe que va a pedir perdón demasiado tarde.
—He venido a verte —susurró—. Necesito contarte algo.
Durante años, repetí la historia de nuestro divorcio como un mantra: él me dejó por otra, se fue sin mirar atrás, yo me reconstruí sola en nuestro piso de Lavapiés, criando a nuestra hija Marta con la ayuda de mi madre y las vecinas. Nunca quise saber más. Cerré la puerta al pasado y me convencí de que era libre.
Pero allí estaba él, veinte años después, con el pelo canoso y los ojos hundidos, pidiéndome unos minutos en una cafetería cualquiera.
Nos sentamos frente a frente. El camarero nos sirvió dos cafés y un vaso de agua. Ricardo jugueteaba con la cucharilla, incapaz de mirarme a los ojos.
—Sé que no tengo derecho —empezó—. Pero necesito que sepas la verdad sobre lo que pasó entonces.
Sentí cómo la rabia me subía por la garganta. ¿Ahora quería explicaciones? ¿Después de dos décadas de silencio?
—No tienes nada que decirme —le corté—. Lo pasado, pasado está.
Pero él insistió:
—Lucía, no te dejé por otra mujer. Ni siquiera te dejé porque quisiera irme. Me obligaron a hacerlo.
Me reí, amarga:
—¿Quién te obligó? ¿Tu madre? ¿Tus amigos del bar? ¿O fue tu orgullo?
Ricardo bajó la mirada. Sus manos temblaban más fuerte.
—Fue mi padre —dijo al fin—. Él… amenazó con arruinarme si no me alejaba de ti. Había descubierto algo sobre tu familia… algo que yo no supe cómo manejar.
Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Mi familia siempre fue humilde: mi madre costurera, mi padre albañil. ¿Qué podía haber descubierto su padre?
Ricardo tragó saliva y continuó:
—Tu padre… no era quien decías. No era tu verdadero padre. Mi padre tenía pruebas. Me chantajeó: si no te dejaba, haría público todo y arruinaría tu vida y la de Marta.
Me quedé helada. La taza de café temblaba entre mis manos.
—¿Qué estás diciendo? —susurré—. ¿Que toda mi vida es una mentira?
Ricardo asintió, con lágrimas en los ojos.
—Lo siento, Lucía. No supe cómo decírtelo entonces. Era joven, cobarde… Pensé que si desaparecía te protegería del escándalo.
Me levanté bruscamente, tirando la silla al suelo. La gente nos miraba, pero no me importaba. Sentía que el suelo se abría bajo mis pies.
Salí corriendo de la cafetería y caminé sin rumbo por Madrid, cruzando calles llenas de turistas y madrileños ajenos a mi tragedia personal. Llamé a mi madre desde una cabina:
—Mamá, ¿quién es mi padre?
Hubo un silencio largo al otro lado del teléfono. Luego escuché su voz temblorosa:
—Lucía… hay cosas que nunca quise contarte para protegerte.
Colgué antes de escuchar más. No podía soportar otra mentira.
Esa noche no dormí. Miré fotos antiguas: mi infancia en Vallecas, los veranos en Benidorm, la boda con Ricardo en la iglesia del barrio… Todo parecía ajeno, como si perteneciera a otra persona.
Al día siguiente, Marta vino a verme. Había notado mi ausencia y mi mirada perdida.
—Mamá, ¿qué pasa? —preguntó preocupada.
La abracé fuerte y rompí a llorar como una niña pequeña.
—No sé quién soy —le confesé entre sollozos—. Todo lo que creía saber sobre mi vida puede ser mentira.
Marta me sostuvo las manos:
—Da igual lo que diga el pasado. Eres mi madre y eso nadie lo puede cambiar.
Pero yo no podía dejar de pensar en Ricardo, en su confesión tardía y en todo lo que nos robó el miedo y el orgullo ajeno.
Pasaron los días y finalmente me atreví a enfrentar a mi madre cara a cara. Nos sentamos en la cocina donde tantas veces habíamos compartido café y confidencias.
—Dímelo todo —le pedí sin rodeos.
Mi madre lloró mientras me contaba la verdad: durante los primeros años de su matrimonio con quien yo creía mi padre, había tenido una relación breve con un hombre del barrio, un tal Antonio, que desapareció antes de saber que ella estaba embarazada de mí. Mi supuesto padre lo supo siempre pero decidió criarme como suya para evitar el escándalo en aquellos años duros de la Transición española.
Sentí rabia, tristeza y alivio al mismo tiempo. Por fin entendía por qué Ricardo había actuado así; por qué su familia siempre me miró con desprecio silencioso; por qué yo siempre sentí que no encajaba del todo en ningún sitio.
Volví a buscar a Ricardo unas semanas después. Nos encontramos en el Retiro, bajo los castaños ya verdes de mayo.
—Te perdono —le dije—. Pero también me perdono a mí misma por todos estos años de ignorancia y dolor.
Él asintió y nos abrazamos como dos viejos amigos marcados por las cicatrices del tiempo.
Hoy miro hacia atrás y me pregunto: ¿cuántas vidas se construyen sobre secretos? ¿Cuántas familias callan verdades para protegernos y acaban haciéndonos más daño? ¿Habrías preferido vivir en la mentira o conocer toda la verdad aunque duela?