Vivir con Papá No Fue Fácil: Entre Sus Sombras y Mis Propios Sueños

—¡No eres lo que esperaba, Diego! —gritó mi padre, con la voz rota y la copa de vino temblando en su mano. Tenía quince años y acababa de volver a casa con un suspenso en matemáticas. El eco de sus palabras rebotó en las paredes del salón, tan frías como su mirada. Mi madre ya no estaba; se había marchado hacía años, y yo me preguntaba cada noche si su ausencia tenía algo que ver conmigo.

Mi padre, Manuel, era un hombre de pocas palabras y muchos silencios. Trabajaba en una notaría del centro de Madrid y siempre vestía traje, incluso los domingos. Desde que mi madre, Carmen, se fue, su obsesión fue convertirme en el hijo ejemplar: notas perfectas, modales impecables, fútbol los sábados y misa los domingos. Pero yo era torpe con el balón y me perdía entre los libros de poesía que escondía bajo la cama.

—¿Por qué no puedes ser como tu primo Álvaro? —me repetía—. Él sí que sabe lo que quiere en la vida.

Yo no quería ser Álvaro. Ni siquiera sabía quién quería ser. Solo sabía que cada vez que mi padre me miraba con decepción, sentía una punzada en el pecho. En el instituto, mis compañeros hablaban de sus padres como si fueran héroes o villanos de película. Yo no sabía dónde encajaba el mío.

Una tarde de otoño, después de otra discusión por mis notas, salí corriendo de casa. Caminé sin rumbo por las calles de Lavapiés hasta llegar al parque donde solía ir con mi madre. Me senté en un banco y saqué una carta que ella me había dejado antes de irse: «Diego, nunca dejes que nadie apague tu luz». Lloré en silencio, preguntándome si esa luz era suficiente para alguien como mi padre.

Las cenas eran un campo de batalla. Él hablaba del trabajo, de lo difícil que era criarme solo, de lo mucho que sacrificaba por mí. Yo asentía en silencio, tragando la rabia y la culpa. A veces pensaba en llamarla, pedirle que volviera, pero nunca me atreví.

Un día, encontré a mi padre llorando en la cocina. Era la primera vez que le veía así: vulnerable, derrotado. No se dio cuenta de mi presencia. Murmuraba el nombre de mi madre entre sollozos. Me di cuenta entonces de que su dureza era solo una coraza para no derrumbarse.

—Papá… —dije tímidamente.

Él se giró bruscamente y se secó las lágrimas—. ¿Qué quieres?

—Nada… solo… ¿estás bien?

Me miró como si no entendiera la pregunta. Luego suspiró y salió sin decir nada más.

A partir de ese día, algo cambió entre nosotros. Las discusiones seguían, pero ahora había momentos de silencio compartido, como si ambos supiéramos que estábamos perdidos y solos. Empecé a escribir poemas sobre él, sobre mí, sobre la ausencia de mi madre. Gané un concurso literario en el instituto y cuando se lo conté, solo dijo:

—Eso no te va a dar de comer.

Pero esa noche le encontré leyendo mi poema en la mesa del salón. No dijo nada, pero dejó una nota en mi habitación: «No entiendo tus versos, pero sé que son tuyos».

El tiempo pasó y la distancia entre nosotros se hizo menos dolorosa. Empecé la universidad en Salamanca y me fui de casa. La primera noche solo en mi piso compartido sentí un vacío inmenso, pero también una libertad desconocida.

Mi padre me llamaba cada domingo a las nueve en punto:

—¿Has comido bien? ¿Tienes dinero? ¿Estudias mucho?

A veces le contaba sobre mis amigos, sobre los recitales de poesía a los que iba. Otras veces solo escuchábamos el silencio al otro lado del teléfono.

Un invierno recibí una llamada inesperada: mi padre había tenido un infarto. Corrí al hospital y le encontré pálido y asustado.

—No te vayas —me susurró—. No quiero estar solo.

Me quedé a su lado toda la noche. Le cogí la mano y sentí por primera vez que éramos dos personas heridas intentando entenderse.

Cuando se recuperó, le propuse ir juntos al parque donde solía ir con mamá. Caminamos despacio entre los árboles desnudos.

—¿Crees que mamá se fue por mi culpa? —le pregunté al fin.

Se detuvo y me miró con una tristeza infinita.

—No fue culpa tuya ni mía… Solo éramos dos personas que no supieron quererse bien.

Por primera vez sentí que podía perdonarle… y perdonarme a mí mismo.

Hoy vivo en Madrid, escribo para una revista cultural y visito a mi padre cada domingo. A veces discutimos por tonterías; otras veces compartimos silencios cómodos o recuerdos dolorosos. Pero ya no tengo miedo de no ser el hijo perfecto.

Me pregunto: ¿cuántos hijos viven intentando llenar los vacíos de sus padres? ¿Cuántos padres proyectan sus miedos en nosotros sin darse cuenta? ¿Y si aprender a querernos tal como somos fuera el mayor acto de valentía?