Volver a Encontrarte: La Búsqueda de Mi Primer Amor
—¿Por qué te vas, Lucía? —le pregunté aquella tarde de septiembre, con la voz quebrada y los ojos llenos de lágrimas. Ella no contestó. Solo apretó la mochila contra el pecho y miró al suelo, mientras los servicios sociales esperaban en la puerta del bloque. Teníamos quince años y el mundo se nos venía abajo.
Lucía era mi vecina desde que tenía memoria. Su familia siempre fue un susurro incómodo en el barrio: su padre, un hombre seco pero trabajador, murió en un accidente en la fábrica de Alcorcón; su madre, incapaz de soportar el dolor, se refugió en la botella y en la indiferencia. Yo veía a Lucía cada día en el portal, con la ropa heredada de sus primos y los libros prestados del colegio. Pero para mí era la persona más luminosa del mundo.
Cuando se la llevaron, sentí que me arrancaban algo vital. Recuerdo a mi madre intentando consolarme: “Hijo, la vida es así, hay cosas que no podemos cambiar”. Pero yo no quería resignarme. Durante meses busqué excusas para pasar por su casa vacía, esperando verla aparecer por arte de magia. No ocurrió.
Los años pasaron y la vida siguió su curso. Suspendí segundo de bachillerato, discutí con mi padre por mi falta de rumbo, y me refugié en trabajos precarios: camarero en un bar del centro, reponedor en un supermercado. Pero cada vez que veía a una chica con el pelo largo y oscuro, el corazón me daba un vuelco. ¿Dónde estaría Lucía? ¿La tratarían bien? ¿Se acordaría de mí?
Una noche, después de una discusión especialmente amarga con mi padre —“¡No puedes seguir viviendo del pasado, Diego!”— me encerré en mi cuarto y busqué su nombre en redes sociales. Nada. Ni rastro. Probé con antiguos compañeros del instituto, pregunté a vecinos, incluso llamé a la asistente social que se la llevó aquel día. “No puedo darte esa información”, me dijo con voz cansada. “Pero te aseguro que Lucía está bien”. No le creí.
El tiempo no curó nada. Me convertí en un adulto joven lleno de frustraciones y sueños rotos. Salía con chicas que no lograban llenar el vacío que dejó Lucía. Mis amigos se reían: “Tío, tienes que pasar página”. Pero yo no podía.
Un día, mientras ayudaba a mi madre a limpiar el trastero, encontré una caja con cartas antiguas. Entre ellas, una nota arrugada escrita con la letra temblorosa de Lucía: “Gracias por hacerme sentir menos sola. No sé qué será de mí mañana, pero hoy te tengo a ti”. Lloré como un niño.
Esa misma noche tomé una decisión: tenía que encontrarla, costara lo que costara. Me apunté a un curso de informática para aprender a buscar mejor en internet. Contacté con asociaciones de antiguos tutelados, visité centros de acogida en Madrid y alrededores. En uno de ellos, una trabajadora social llamada Carmen se apiadó de mí:
—¿Por qué buscas tanto a esa chica?
—Porque es lo único bueno que recuerdo de mi adolescencia —le respondí sin vergüenza.
Carmen me miró largo rato antes de susurrar:
—No puedo darte datos personales, pero sí decirte que Lucía estuvo aquí hace unos años. Salió adelante. Ahora trabaja en una librería del centro.
El corazón me latía tan fuerte que apenas podía respirar. Me pasé días recorriendo librerías hasta que un martes lluvioso entré en una pequeña tienda cerca de la Plaza Mayor. Y allí estaba ella: más delgada, el pelo recogido y una mirada cansada pero dulce.
—¿Lucía?
Ella levantó la vista y tardó unos segundos en reconocerme.
—¿Diego? No puede ser…
Nos abrazamos sin decir palabra. Lloramos juntos entre estanterías polvorientas y clientes curiosos. Nos sentamos en un banco del Retiro y hablamos durante horas: sus años en familias de acogida, las noches llorando por su madre ausente, el miedo constante a no pertenecer a ningún sitio.
—Pensé muchas veces en ti —me confesó—. Pero tenía miedo de buscarte y descubrir que ya no te acordabas de mí.
—Nunca dejé de buscarte —le respondí.
Durante semanas nos vimos casi a diario. Paseábamos por Malasaña, compartíamos bocadillos en el parque y reíamos como si el tiempo no hubiera pasado. Pero pronto surgieron las grietas: Lucía tenía miedo al compromiso, arrastraba heridas profundas que ni el amor podía curar.
Una noche discutimos fuerte:
—No puedes salvarme, Diego —me gritó entre lágrimas—. No soy esa niña que necesitaba protección.
—Solo quiero estar contigo —le supliqué—. Podemos empezar de nuevo.
—No sé si puedo —susurró antes de marcharse corriendo bajo la lluvia.
Pasaron semanas sin noticias suyas. Me sentí vacío y derrotado. Un día recibí una carta suya:
“Gracias por buscarme y recordarme quién fui contigo. Pero necesito aprender a quererme antes de poder querer a nadie más”.
Hoy sigo trabajando en el supermercado y paso por la librería cada vez que puedo, aunque ya no la veo allí. A veces pienso que todo fue un sueño o una lección cruel del destino.
¿De verdad podemos salvar a quienes amamos o solo nos queda aprender a dejarlos ir? ¿Cuántos amores perdidos siguen marcando nuestras vidas sin darnos cuenta?