Volver a Encontrarte: La Búsqueda de Mi Primer Amor
—¿Por qué no contestas, Lucía? —susurré mientras el teléfono vibraba en mi mano, la pantalla iluminando la oscuridad de mi habitación en Madrid. Eran las dos de la madrugada y llevaba horas repasando su antiguo perfil de Tuenti, buscando alguna pista, algún rastro de la chica que me robó el corazón cuando apenas éramos unos críos en el barrio de Vallecas.
Recuerdo perfectamente el día en que la conocí. Era septiembre y el aire olía a asfalto caliente y a libros nuevos. Lucía llegó al instituto con una mochila desgastada y los ojos llenos de tristeza. Su padre había muerto ese verano en un accidente laboral y su madre, incapaz de soportar el dolor, se refugió en el alcohol. Nadie quería sentarse con ella en clase, pero yo sí. Me acerqué y le ofrecí un chicle. Ella sonrió por primera vez en semanas.
—¿Te gusta la música? —le pregunté, intentando romper el hielo.
—Solo si me ayuda a olvidar —respondió, bajando la mirada.
Nos hicimos inseparables. Compartíamos bocadillos en el recreo y secretos bajo las farolas del parque. Pero la vida no tardó en separarnos. Una tarde, al volver del instituto, vi una ambulancia y dos coches de policía frente a su portal. Su madre había desaparecido durante días y los servicios sociales se llevaron a Lucía. No me dejaron despedirme. Solo quedó su cuaderno azul, olvidado bajo el banco donde solíamos sentarnos.
Pasaron los años. Terminé bachillerato a duras penas, trabajé en un supermercado y luego en una tienda de móviles. Pero nunca dejé de pensar en ella. Cada vez que veía una chica con el pelo rizado o escuchaba una canción de Amaral, sentía un nudo en el estómago. Intenté buscarla por redes sociales, pregunté a antiguos compañeros, incluso fui al centro de menores donde supe que estuvo un tiempo. Nadie sabía nada.
Mi madre me decía que debía olvidarla:
—La vida sigue, Pablo. No puedes vivir anclado al pasado.
Pero yo no podía. Era como si una parte de mí se hubiera quedado congelada en aquel septiembre.
Un día, después de una discusión con mi jefe por llegar tarde (otra vez), decidí que ya era suficiente. Cogí mis ahorros y me fui a Zaragoza, donde alguien me dijo que Lucía había sido adoptada por una familia. Llegué sin saber muy bien qué buscaba. Caminé por las calles preguntando en asociaciones, mostrando una foto vieja donde salíamos juntos en las fiestas del barrio.
Una tarde lluviosa, entré en una cafetería para resguardarme y allí estaba ella. No la reconocí al principio: el pelo más corto, la mirada cansada. Pero cuando levantó la vista y nuestras miradas se cruzaron, supe que era Lucía.
—¿Pablo? —susurró, como si temiera romper un hechizo.
—Lucía…
Nos abrazamos sin decir palabra. Lloramos como niños perdidos. Me contó que su vida no había sido fácil: varias familias de acogida, trabajos precarios, relaciones fallidas. Yo le hablé de mis propios fracasos, del vacío que sentía desde que se fue.
Intentamos empezar de nuevo. Alquilamos un piso pequeño cerca del Ebro y soñamos con una vida juntos. Pero las heridas del pasado no sanan tan fácilmente. Lucía tenía pesadillas, a veces desaparecía durante horas sin avisar. Yo me volvía paranoico, temiendo perderla otra vez.
Una noche discutimos fuerte:
—¡No puedes seguir huyendo! —grité.
—¡Y tú no puedes salvarme siempre! —me respondió entre lágrimas.
Nos abrazamos después, pero algo se había roto. Al poco tiempo, Lucía decidió marcharse a Barcelona para empezar de cero. Me dejó una carta: “Gracias por buscarme. Gracias por recordarme quién fui. Pero necesito encontrarme sola.”
Volví a Madrid con el corazón hecho trizas pero también con una extraña paz. Había cumplido mi promesa: no dejar que el olvido nos venciera.
Ahora, cada vez que paso por aquel parque donde compartimos bocadillos y sueños rotos, me pregunto si el amor verdadero es aferrarse o saber dejar ir.
¿Y vosotros? ¿Alguna vez habéis tenido que dejar marchar a alguien a quien amáis? ¿Es posible reconstruirse después de perderlo todo?