¿Volver por amor o por interés?

—¿Por qué ahora, hijos? —pregunté, mi voz temblando mientras sostenía la taza de café con ambas manos, como si el calor pudiera calmar el frío que sentía en el pecho.

La cocina olía a pan recién horneado, pero el aire estaba cargado de algo más denso: sospecha, nostalgia y una pizca de esperanza. Frente a mí, sentados uno al lado del otro, estaban mis dos hijos: Rodrigo y Emiliano. Hacía años que no los veía juntos en esta casa. Desde que su padre murió y cada uno tomó su rumbo, las visitas se volvieron esporádicas, casi inexistentes. Pero ahora, de repente, los dos habían vuelto. Y no podía evitar preguntarme por qué.

—Mamá, ¿cómo preguntas eso? —Rodrigo bajó la mirada, jugueteando con la servilleta—. Solo queríamos verte…

Emiliano asintió, pero sus ojos evitaban los míos. Sentí un nudo en la garganta. No era tonta; sabía que algo había cambiado. Justo la semana pasada le conté a mi hermana Lucía que iba a dejarle la casa a mi sobrina Valeria. Ella siempre estuvo conmigo, cuidándome cuando me enfermé, ayudándome con las compras, escuchando mis historias cuando nadie más tenía tiempo.

Pero ahora, con mis hijos aquí, todo parecía tambalearse. ¿Era coincidencia? ¿O acaso Lucía les había contado mi decisión?

—¿Y cómo están sus vidas? —intenté sonar casual, aunque la pregunta me dolía. Quería saber si realmente les importaba cómo estaba yo o solo venían por lo material.

—Bien… —dijo Emiliano, encogiéndose de hombros—. El trabajo va más o menos. Ya sabes cómo está todo en Buenos Aires…

Rodrigo suspiró—. Yo sigo en Monterrey, mamá. Pero últimamente he pensado en volver…

Me quedé callada. Recordé cuando eran niños y corrían por el patio, peleando por quién iba a regar las plantas o quién se quedaba con el último pedazo de pastel. Ahora eran hombres hechos y derechos, pero sentía que entre nosotros había un abismo.

La noche anterior había soñado con mi esposo, Ernesto. En el sueño me decía: “No te dejes engañar por las apariencias, Clara”. Me desperté sudando frío. ¿Sería una señal?

—Mamá —dijo Rodrigo de repente—, escuchamos que… bueno, que pensabas dejarle la casa a Valeria.

Ahí estaba. La verdad salió como un disparo. Sentí que el corazón se me encogía.

—¿Y eso les preocupa? —pregunté, mirándolos fijamente.

Emiliano se removió en la silla—. Solo pensamos que… bueno, somos tus hijos. Y nunca hablamos de eso contigo.

—Nunca hablaron de nada conmigo —respondí, sin poder evitar que la voz se me quebrara—. Ni cuando su padre murió, ni cuando estuve enferma el año pasado. Valeria estuvo aquí todos los días. Ustedes… apenas llamaban.

Rodrigo apretó los labios—. Mamá, no es tan fácil. La vida allá es dura…

—¿Más dura que para una viuda sola en este barrio? —repliqué.

El silencio se hizo pesado. Afuera, los perros ladraban y una vecina gritaba a su hijo para que entrara antes de que oscureciera. Era un sonido familiar, pero ahora todo me parecía ajeno.

Me levanté y fui hasta la ventana. Miré el árbol de mango que Ernesto plantó cuando nació Rodrigo. Ya casi no daba frutos.

—No quiero pelear —dije al fin—. Pero tampoco quiero sentirme usada.

Emiliano se acercó y me tomó la mano—. Mamá, perdónanos si te hicimos sentir así. Solo… nos dolió enterarnos por otros.

Rodrigo asintió—. Tal vez no estuvimos cerca como debimos… pero somos tu familia.

Sentí las lágrimas arderme en los ojos. ¿Qué era la familia? ¿La sangre o quien te acompaña en la vida?

Esa noche no pude dormir. Escuchaba sus voces desde la sala, discutiendo en voz baja. Me preguntaba si hablaban de mí o de la casa.

Al día siguiente, Valeria vino temprano con pan dulce y leche fresca.

—Tía Clara —me abrazó fuerte—, ¿cómo amaneció?

Le conté lo que había pasado y vi cómo su rostro se ensombrecía.

—Tía… yo no quiero problemas con mis primos —susurró—. Si quiere cambiar de opinión, yo lo entiendo.

La abracé más fuerte aún—. No es eso, hija. Solo quiero hacer lo correcto.

Esa tarde convoqué a todos a la mesa del comedor. El mantel de flores estaba limpio y el sol entraba por la ventana, iluminando las caras tensas de mis hijos y la mirada triste de Valeria.

—Quiero que hablemos como familia —dije—. No quiero secretos ni resentimientos.

Rodrigo fue el primero en hablar—. Mamá, no queremos pelear contigo ni con Valeria. Solo… nos dolió enterarnos así.

Emiliano asintió—. Quizá no estuvimos presentes como debimos… pero queremos arreglarlo.

Valeria bajó la mirada—. Yo solo quiero lo mejor para usted, tía.

Me sentí desgarrada entre el amor y la desconfianza. ¿Podía perdonarles su ausencia? ¿Podía confiar en que su regreso era sincero?

Al final les dije:

—La casa es solo una casa. Lo que más me duele es sentirme sola cuando más los necesitaba. Si quieren quedarse, háganlo por mí, no por las paredes ni el techo.

Rodrigo se levantó y me abrazó fuerte—. Perdónanos, mamá…

Emiliano también se acercó y juntos lloramos un rato largo.

Esa noche cenamos juntos como hacía años no lo hacíamos. Pero en mi corazón quedaba una duda: ¿habían vuelto por amor o por interés?

Ahora los veo ayudarme en el jardín y conversar con Valeria como si nada hubiera pasado. Pero cada vez que escucho susurros o veo miradas cruzadas, el temor vuelve a crecer dentro de mí.

¿Debería confiar en ellos otra vez? ¿O proteger lo poco que me queda?

A veces me pregunto: ¿cuánto pesa una herencia comparado con el amor de una madre? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?