Cuando la vida te pone a prueba: El día que volví a cuidar de mi exmarido
—¿Por qué tienes que ser tú, mamá? —La voz de mi hija Lucía retumbó en el salón, tan fría como el viento de enero que se colaba por la ventana mal cerrada.
No supe qué responderle. Me limité a mirar el teléfono aún temblando en mi mano, con el mensaje de la hermana de Fernando brillando en la pantalla: “Está ingresado. No tiene a nadie. ¿Puedes venir?”
Fernando y yo llevábamos quince años divorciados. Quince años de encuentros fugaces en bautizos, comuniones y funerales, siempre rodeados de una cordialidad forzada y un silencio incómodo. Él rehizo su vida con una mujer de Valladolid que nunca me dirigió la palabra; yo me refugié en mis amigas, en mis paseos por el Retiro y en las novelas que devoraba cada noche para no pensar.
Pero ahora estaba solo. Su pareja le había dejado hacía meses —eso lo supe por mi hijo Pablo, que siempre fue más cercano a su padre— y sus hermanos vivían lejos. El cáncer no espera a que uno tenga compañía.
—No tienes ninguna obligación —insistió Lucía, cruzándose de brazos—. Después de todo lo que te hizo…
No respondí. Recordé los gritos, las discusiones, las noches en vela llorando en la cocina mientras él dormía en el sofá. Recordé también los buenos momentos: los veranos en la playa de Sanlúcar, las risas viendo películas antiguas, los abrazos cuando nacieron nuestros hijos. ¿Cómo se mide una vida compartida? ¿Por los daños o por los recuerdos?
Fui al hospital esa misma tarde. Cuando entré en la habitación, Fernando parecía más pequeño, encogido bajo las sábanas blancas. Sus ojos buscaron los míos con una mezcla de sorpresa y vergüenza.
—No esperaba verte —murmuró.
—Yo tampoco esperaba venir —le respondí, sentándome a su lado.
El silencio se instaló entre nosotros como un tercer invitado incómodo. Le llevé zumo y una manta; le ayudé a incorporarse cuando vinieron a hacerle pruebas. No hablamos del pasado ni del futuro, solo del presente: los resultados médicos, el frío del hospital, el sabor insípido de la comida.
Las enfermeras me miraban con curiosidad. Una de ellas, Carmen, se me acercó un día mientras esperaba el ascensor.
—¿Es usted la esposa?
—Fui —respondí con una sonrisa triste—. Ahora solo soy… alguien que no quiere verle solo.
Las semanas pasaron entre visitas al hospital y discusiones con mis hijos. Pablo me apoyaba en silencio; Lucía dejó de hablarme durante días. Mi hermana Mercedes me llamó una noche para decirme que estaba siendo una tonta.
—Te va a volver a hacer daño —me advirtió—. Siempre fuiste demasiado buena.
Pero yo no lo hacía por él. Lo hacía por mí. No quería cargar con el peso del rencor hasta el final de mis días. Había aprendido, tras años de terapia y soledad, que perdonar no es olvidar ni justificar; es soltar la piedra que llevas en el pecho.
Un día, mientras le ayudaba a peinarse —su pelo se caía a mechones sobre la almohada—, Fernando me miró con lágrimas en los ojos.
—Nunca te pedí perdón —susurró—. Por todo.
Sentí un nudo en la garganta. No sabía si quería escuchar esas palabras o si llegaban demasiado tarde. Pero le tomé la mano y asentí.
—Ya no importa —le dije—. Ahora estamos aquí.
La noticia de mi presencia corrió como la pólvora entre la familia. Mi cuñada Teresa me llamó para agradecerme; algunos amigos comunes me enviaron mensajes confusos, entre la admiración y la incomprensión.
Una tarde, Lucía vino al hospital. Se quedó de pie junto a la puerta, mirándonos con ojos húmedos.
—No lo entiendo —dijo al fin—. ¿Cómo puedes?
Me acerqué a ella y le acaricié el pelo como cuando era niña.
—Porque no quiero vivir odiando —le susurré—. Porque algún día tú también tendrás que elegir entre el orgullo y la compasión.
Fernando murió una mañana gris de marzo. Estuve a su lado hasta el final, sujetándole la mano mientras respiraba cada vez más despacio. Cuando todo terminó, sentí una paz extraña, como si por fin pudiera cerrar un capítulo doloroso de mi vida.
En el funeral, algunos me miraron con recelo; otros con respeto. Mis hijos lloraron conmigo y nos abrazamos como hacía años que no hacíamos.
Ahora, cuando paseo sola por Madrid y veo parejas discutiendo en las terrazas o familias riendo en los parques, pienso en todo lo que perdemos por orgullo o miedo. ¿Vale la pena aferrarse al rencor? ¿O es más valiente tender la mano incluso cuando nadie lo espera?
Quizá nunca lo sabré del todo. Pero al menos sé que elegí no odiar. Y eso, para mí, ya es suficiente.
¿Vosotros qué haríais? ¿Seríais capaces de perdonar así? ¿O pensáis que hay heridas que nunca deberían cerrarse?