Cuando la familia duele más que la soledad: el día que mi suegra eligió a su hija

—No puedo, Lucía, de verdad. Estoy agotada. Ya no tengo edad para andar detrás de un bebé —me dijo Carmen, mi suegra, mientras se acomodaba en el sofá, con la mirada perdida en la televisión. Mi hijo, Álvaro, lloraba en la cuna del salón. Yo apenas podía mantenerme en pie tras una noche sin dormir, con las ojeras marcadas y el pecho apretado por la ansiedad. Mi marido, Diego, trabajaba turnos dobles en el hospital y yo sentía que me ahogaba en una casa demasiado grande para tanta soledad.

Recuerdo cómo apreté los labios para no llorar delante de ella. Había creído —ingenua de mí— que Carmen sería ese apoyo que tanto necesitaba. En mi familia siempre nos habíamos ayudado: mis padres cruzaban media ciudad para traerme un tupper de lentejas o quedarse con Álvaro una tarde. Pero Diego insistía: “Mi madre es mayor, no le pidas más”.

Pasaron los meses y aprendí a no esperar nada. Me convertí en madre y en sombra a la vez. Me acostumbré a los silencios de Carmen cuando venía a casa, a sus visitas fugaces y a sus excusas: “La ciática me tiene fatal”, “Hoy no he dormido bien”, “No tengo fuerzas para cargar con el niño”.

Hasta que un día todo cambió. Marta, la hermana de Diego, dio a luz a una niña preciosa, Sofía. La noticia corrió como pólvora por el grupo de WhatsApp familiar. Carmen fue la primera en llegar al hospital, con una cesta enorme de flores y bombones. Yo la vi salir de casa con una energía que nunca le había visto antes.

—¿No decías que estabas cansada? —le pregunté, incapaz de disimular el temblor en mi voz.

Carmen me miró como si no entendiera la pregunta.
—Es mi hija, Lucía. Y además… bueno, Sofía es tan pequeñita… Marta está sola ahora mismo.

Sentí cómo algo se rompía dentro de mí. ¿Acaso yo no estaba sola? ¿Acaso mi hijo no era también su nieto? Aquella tarde, mientras veía las fotos que Marta subía a Instagram —Carmen acunando a Sofía, Carmen bañando a Sofía, Carmen paseando a Sofía por el Retiro— sentí una rabia sorda mezclada con una tristeza infinita.

Las semanas siguientes fueron un desfile de agravios silenciosos. Carmen pasaba días enteros en casa de Marta. Le cocinaba, le limpiaba, le cuidaba a la niña para que pudiera dormir o salir a dar un paseo. A nosotros apenas nos llamaba. Cuando Diego le preguntó si podía quedarse una tarde con Álvaro porque yo tenía una cita médica, ella contestó:

—Ay, hijo, es que estoy agotada de estar con Sofía todo el día… No puedo con dos niños pequeños.

Diego colgó el teléfono y me miró con impotencia. Yo ya no tenía lágrimas.

Empecé a evitar las reuniones familiares. No soportaba ver cómo Carmen hablaba de Sofía como si fuera su única nieta: “La niña esto”, “La niña lo otro”. Álvaro crecía ajeno a todo, pero yo sentía que le estaban robando algo: el derecho a ser querido igual que su prima.

Una tarde de domingo, después de una comida familiar en casa de Marta —a la que fui solo por compromiso— escuché a Carmen decirle a una vecina:

—Es que Marta siempre ha sido muy delicada… necesita más ayuda que Lucía. Lucía es fuerte.

Me mordí los labios hasta hacerme daño. ¿Eso era? ¿Por ser fuerte merecía menos amor? ¿Menos apoyo?

Esa noche discutí con Diego como nunca antes.
—¿Por qué tu madre no puede querer a nuestro hijo igual que a Sofía? ¿Por qué siempre hay excusas para nosotros?

Diego bajó la cabeza.
—No lo sé, Lucía. De verdad que no lo sé.

La distancia entre Carmen y yo se hizo insalvable. Empecé a sentirme invisible en mi propia familia política. Marta me miraba con lástima y yo odiaba sentirme una víctima.

Un día, mientras paseaba con Álvaro por el parque, me encontré con Carmen y Sofía. Iban riendo, jugando con las palomas. Carmen ni siquiera me vio al principio. Cuando se dio cuenta, se acercó y saludó a Álvaro con un beso rápido.

—¿Ves cómo está grande ya? —le dijo a Sofía—. Pronto jugaréis juntos.

Pero yo sabía que ese día nunca llegaría. Porque había algo roto entre nosotros que ya nadie iba a reparar.

A veces me pregunto si hice algo mal. Si fue culpa mía esperar demasiado de alguien incapaz de darlo. O si simplemente hay amores que nunca serán justos ni equitativos.

Ahora miro a mi hijo y me prometo ser diferente cuando él crezca. No quiero que nadie le haga sentir invisible en su propia familia.

¿De verdad es tan difícil querer igual? ¿O solo nos duele cuando somos nosotros los olvidados?