¿Cuidar a mi hija no es trabajo? La vez que le pedí a mi esposo que me pagara por ser madre

—¿Sabes cuántas veces me he levantado esta noche, Javier? —le pregunté, con la voz temblorosa, mientras el sol apenas asomaba por la ventana de nuestra casa en San Miguel de Tucumán. Él ni siquiera abrió los ojos, solo murmuró algo ininteligible y se dio la vuelta. Sentí una punzada de rabia y tristeza. Otra vez, la rutina: yo, arrastrando los pies, preparando la mamadera de Camila, cambiando pañales, calmando llantos, y él, durmiendo como si nada pasara.

No sé en qué momento empecé a sentirme invisible. Tal vez fue cuando dejé mi trabajo en la farmacia para dedicarme a cuidar a nuestra hija. O quizás fue esa tarde en la que mi suegra, doña Marta, me dijo: “Ay, hija, qué suerte tienes de poder quedarte en casa, ¡eso no es trabajo!”. Me mordí la lengua, pero por dentro hervía. ¿No es trabajo? ¿Acaso no es trabajo limpiar, cocinar, cuidar, educar, consolar, estar siempre disponible?

Los días se volvieron una sucesión de tareas interminables. Camila lloraba, yo la alzaba. Camila se enfermaba, yo pasaba noches en vela. Javier llegaba del trabajo, se sentaba a ver el noticiero, y yo seguía corriendo detrás de la niña, recogiendo juguetes, lavando platos, planchando camisas. Nadie me preguntaba cómo estaba. Nadie me agradecía. Nadie veía mi cansancio.

Una tarde, mientras Camila dormía la siesta, me senté frente a la computadora y busqué: “¿Cuánto vale el trabajo doméstico?”. Me sorprendió leer que, si se pagara, sería uno de los empleos peor remunerados pero más demandantes. Leí testimonios de otras mujeres de Argentina, de México, de Colombia, todas diciendo lo mismo: nadie valora lo que hacemos en casa. Sentí un nudo en la garganta. ¿Por qué nadie habla de esto? ¿Por qué nos enseñan que es nuestro deber y punto?

Esa noche, cuando Javier llegó, lo esperé en la cocina. Tenía el corazón en la boca. Él se sirvió un vaso de agua y me miró, extrañado.

—¿Qué pasa, Lucía? —preguntó.

—Quiero hablar de algo serio —le dije, y sentí que la voz me temblaba—. Estoy agotada. Siento que todo el peso de la casa y de Camila está sobre mí. Y… quiero que me pagues por cuidar a nuestra hija.

Él se atragantó con el agua. Me miró como si estuviera loca.

—¿Cómo que te pague? ¿Por ser madre? —se rió, nervioso.

—No es por ser madre, Javier. Es por todo el trabajo que hago. Si tuvieras que contratar a alguien para hacer lo que yo hago, ¿cuánto te costaría? —le respondí, con lágrimas en los ojos.

El silencio fue brutal. Sentí que el aire se volvía pesado. Javier se levantó y salió al patio. Yo me quedé ahí, temblando, preguntándome si había hecho bien en decirlo.

Esa noche casi no hablamos. Él dormía de espaldas. Yo lloré en silencio. Al día siguiente, mi suegra vino a visitarnos. Javier, todavía molesto, le contó lo que yo había dicho. Ella me miró con desaprobación.

—Ay, Lucía, ¿cómo se te ocurre? Eso es una locura. Las mujeres siempre hemos hecho esto sin esperar nada a cambio. Así es la vida —dijo, cruzando los brazos.

—¿Y por qué tiene que ser así? —le respondí, con una valentía que no sabía que tenía—. ¿Por qué nadie valora nuestro trabajo?

Doña Marta se quedó callada. Javier me miró, sorprendido. Por primera vez, sentí que mi voz tenía peso.

Los días siguientes fueron tensos. Javier apenas me hablaba. Yo me sentía culpable, pero también aliviada por haber dicho lo que sentía. Empecé a notar cosas que antes pasaba por alto: cómo mis amigas también se quejaban del cansancio, de la falta de reconocimiento, de la soledad. Una tarde, en la plaza, mientras Camila jugaba con otros niños, me acerqué a Mariana, una vecina que siempre parecía feliz.

—¿Nunca te sentís cansada? —le pregunté.

Ella me miró y suspiró.

—Todo el tiempo, Lucía. Pero si me quejo, mi marido dice que exagero. Que él trabaja todo el día y yo solo estoy en casa. A veces quisiera desaparecer —me confesó, con los ojos llenos de lágrimas.

No estaba sola. Éramos muchas. Invisibles, agotadas, pero fuertes. Esa noche, cuando Javier llegó, lo esperé en la cocina otra vez.

—¿Podemos hablar? —le pedí.

Él asintió, serio.

—No quiero que pienses que no valoro lo que haces —me dijo—. Pero no entiendo por qué necesitas que te pague.

—Porque necesito sentir que mi trabajo importa. Que no es solo una obligación. Que también es un aporte a la familia. Si tú recibes un sueldo por tu trabajo, ¿por qué yo no? —le expliqué, tratando de no llorar.

Javier se quedó pensativo. Al día siguiente, me sorprendió con un sobre. Dentro había dinero y una nota: “Gracias por todo lo que haces. No es suficiente, pero quiero que sepas que lo valoro”.

Lloré. No por el dinero, sino porque por fin sentí que alguien veía mi esfuerzo. Pero también supe que el problema era más grande. No se trataba solo de Javier y yo. Era una cuestión de cómo la sociedad ve el trabajo de las mujeres en casa.

Empezamos a hablar más. Javier empezó a ayudar más con Camila, a preguntarme cómo estaba, a reconocer mi cansancio. Yo empecé a sentirme menos sola. Pero todavía me duele cuando escucho comentarios como “qué suerte tienes de no trabajar” o “eso no es trabajo”.

A veces me pregunto: ¿cuándo vamos a entender que el trabajo en casa también es trabajo? ¿Cuántas mujeres más tienen que sentirse invisibles para que esto cambie?

¿Y ustedes? ¿Alguna vez han sentido que su trabajo en casa no vale nada? ¿Qué harían si estuvieran en mi lugar?