El Orgullo de una Abuela: La Victoria de Lucía

—¡Lucía, por favor, no te pongas nerviosa ahora!— le susurré mientras le ajustaba el lazo del vestido, mis manos temblorosas más que las suyas. El camerino olía a laca y a flores frescas, y el murmullo del público se colaba por debajo de la puerta. Mi nieta, con apenas diecisiete años, iba a debutar como solista en el Teatro Lope de Vega de Sevilla. Yo, Carmen, su abuela, estaba allí, como siempre, sosteniéndola en silencio.

Recuerdo perfectamente ese instante porque fue el culmen de una historia tejida con hilos de sacrificio, dudas y amor. Lucía no era una niña prodigio; era una niña normal, hija de mi hija Ana y de mi yerno Manuel, que trabajaban jornadas eternas en la panadería familiar. Desde pequeña, Lucía mostró una sensibilidad especial para la música. A los seis años, cuando otros niños jugaban al escondite en la plaza del barrio de Triana, ella se sentaba en el suelo del salón y tocaba melodías inventadas en un viejo teclado que rescatamos del desván.

Pero la vida no es un cuento de hadas. Cuando Lucía cumplió diez años, Ana enfermó gravemente. El cáncer llegó a nuestra casa como un ladrón en la noche, robándonos la alegría y llenando los días de hospitales y silencios incómodos. Yo me convertí en madre otra vez, cuidando de Lucía mientras Ana luchaba por su vida. Manuel, roto por dentro pero firme por fuera, apenas dormía entre turnos y visitas al hospital.

Una tarde cualquiera, mientras preparaba lentejas en la cocina, escuché a Lucía llorar bajito en su habitación. Entré sin llamar y la encontré abrazada a su teclado.

—Abuela, ¿por qué mamá no se cura?— me preguntó con los ojos hinchados.

No supe qué decirle. Solo la abracé y le prometí que todo iría bien, aunque ni yo misma lo creía. Aquella noche le propuse apuntarla al conservatorio municipal. No teníamos dinero para clases privadas, pero yo estaba dispuesta a vender mi alianza si hacía falta.

Los años siguientes fueron una batalla constante: Ana entre quimioterapias y recaídas; Manuel trabajando aún más; Lucía creciendo entre partituras y ausencias. Yo me convertí en su mayor fan y en su chofer particular. Recorrimos media Andalucía para asistir a concursos y audiciones. A veces ganaba, otras veces volvía a casa derrotada y sin ganas de hablar.

—No valgo para esto, abuela— me decía tras cada fracaso.

—Claro que vales. Eres una Romero y las Romero nunca se rinden— le respondía yo, aunque por dentro temblaba de miedo por ella.

El día que Ana murió, Lucía tenía catorce años. Fue un golpe brutal. Durante meses no quiso tocar ni una sola nota. La casa se llenó de un silencio espeso que dolía más que cualquier palabra. Yo temí perderla también a ella, consumida por la tristeza.

Pero un día, mientras regaba las macetas del balcón, escuché el sonido del piano. Era una melodía triste pero hermosa. Entré despacio y vi a Lucía tocando con los ojos cerrados, lágrimas corriendo por sus mejillas.

—Mamá querría que siguiera— susurró sin mirarme.

A partir de entonces, la música se convirtió en nuestro refugio. Manuel y yo hicimos malabares para pagarle un curso intensivo en verano. Los profesores empezaron a hablar de becas y oportunidades fuera de Sevilla. Pero yo temía que volara demasiado lejos; después de todo lo que habíamos perdido, no quería perderla también a ella.

La noche del debut llegó casi sin darnos cuenta. El teatro estaba lleno: familiares, amigos del barrio, profesores del conservatorio… Todos esperábamos a Lucía con el corazón encogido. Cuando salió al escenario, vestida de blanco y con el pelo recogido como le gustaba a su madre, sentí que Ana estaba allí con nosotros.

Lucía interpretó una pieza compuesta por ella misma en honor a su madre. Al terminar, el público se puso en pie. Yo lloré como nunca antes había llorado: de orgullo, de alivio, de amor.

Al volver a casa esa noche, Manuel me abrazó fuerte en la puerta.

—Gracias, Carmen. Sin ti nada de esto habría sido posible— me dijo con voz quebrada.

Pero yo solo pensaba en Lucía: en su fuerza para transformar el dolor en belleza; en su capacidad para seguir adelante cuando todo parecía perdido; en el milagro cotidiano que es ver crecer a un nieto y descubrir que sus logros son también los tuyos.

Hoy Lucía estudia música en Madrid con una beca. Viene a verme cada vez que puede y siempre me pregunta si estoy orgullosa de ella. Yo le respondo lo mismo:

—Orgullosa no es suficiente palabra para describir lo que siento.

A veces me pregunto: ¿Cuántos sueños se quedan por cumplir porque nadie cree lo suficiente? ¿Cuántos niños necesitan solo un poco de apoyo para volar alto? ¿Y si todos fuéramos el sostén invisible detrás del triunfo de alguien?

¿Vosotros también habéis sentido ese orgullo tan grande que parece que el pecho se os va a romper? ¿Qué estaríais dispuestos a sacrificar por ver feliz a alguien a quien amáis?