Entre las paredes de mi libertad: No quiero comprar una casa para vivir con mi suegra

—¿De verdad crees que es necesario un piso de tres habitaciones, Lucía? —La voz de Carmen retumba en el salón, como si la casa aún fuera suya y no nuestra.

Me quedo mirando el suelo, apretando los papeles de la hipoteca entre los dedos. Álvaro, mi marido, se pasa la mano por el pelo, incómodo. Sé que odia los conflictos, pero esta vez no pienso ceder. No después de todo lo que hemos pasado para llegar hasta aquí.

—Carmen, queremos nuestro espacio —respondo, intentando que mi voz no tiemble—. No necesitamos tanto. Solo queremos algo nuestro.

Ella suspira, exagerada, como si le doliera en el alma. —Pero si yo os ayudo con el dinero, ¿por qué no aprovechar y vivir juntos? Así no estaré sola y vosotros tendréis más comodidad.

La palabra «sola» me golpea. Desde que falleció su marido, Carmen ha llenado su casa de visitas y llamadas, pero nada parece suficiente. Ahora quiere llenar la nuestra también. Me siento culpable por querer distancia, pero ¿acaso no tengo derecho a mi propia vida?

Recuerdo la primera vez que Álvaro y yo hablamos de mudarnos. Fue una noche de verano en Madrid, con las ventanas abiertas y el ruido de la ciudad colándose entre las cortinas. Soñábamos con desayunos tranquilos, con peleas tontas por quién pone la lavadora y con tardes de sofá sin nadie opinando sobre nuestra forma de vivir.

Pero cuando Carmen supo que buscábamos piso, todo cambió. De repente, cada conversación giraba en torno a ella: sus necesidades, sus miedos, su soledad. Nos ofreció dinero para la entrada —una cantidad que no podíamos rechazar— y desde entonces sentí que había vendido parte de mi libertad.

—No es solo por ti, mamá —interviene Álvaro al fin—. Queremos empezar nuestra vida juntos. Como pareja.

Carmen lo mira como si fuera un niño pequeño que no entiende nada del mundo. —Eso es lo que hacéis ahora. Pero cuando lleguen los niños, ¿quién os va a ayudar? ¿Quién va a estar ahí cuando os falte tiempo o fuerzas?

Me muerdo el labio. No quiero pensar en hijos todavía. Ni siquiera sé si quiero traerlos a un mundo donde ni siquiera puedo decidir quién cruza la puerta de mi casa.

Las semanas pasan entre visitas a inmobiliarias y discusiones en voz baja. Cada vez que encontramos un piso pequeño y acogedor, Carmen pone pegas: «Demasiado lejos del centro», «No tiene ascensor», «¿Y si algún día me pasa algo?». Siento que nunca será suficiente para ella.

Una tarde, mientras reviso anuncios en el móvil, Álvaro se sienta a mi lado y me toma la mano.

—¿Estás bien? —me pregunta en voz baja.

No sé qué contestar. Quiero gritarle que no puedo más, que me asfixia la idea de compartir cada decisión con su madre. Pero solo suspiro y niego con la cabeza.

—No quiero perderte —le digo al fin—. Pero tampoco quiero perderme a mí misma.

Él me abraza fuerte, como si pudiera protegerme del peso de la familia.

La tensión crece hasta explotar una noche en casa de Carmen. Estamos cenando los tres cuando ella saca el tema otra vez:

—He visto un piso precioso en Chamberí. Tres habitaciones, dos baños… Y cerca del parque para cuando tengáis niños. Podríamos vivir juntos hasta que os estabilicéis.

No puedo más. Dejo los cubiertos sobre el plato y la miro fijamente.

—Carmen, agradezco tu ayuda y tu preocupación. Pero necesito mi propio hogar. No quiero sentirme invitada en mi propia casa.

El silencio es tan denso que podría cortarse con un cuchillo. Álvaro me mira sorprendido; Carmen parece herida.

—¿Eso piensas de mí? —susurra—. ¿Que te invado?

No sé cómo explicarle que no es ella, sino lo que representa: la imposibilidad de crecer sin su sombra encima. La culpa me quema por dentro.

Esa noche Álvaro y yo discutimos como nunca antes. Él se debate entre su madre y yo; yo entre mi deseo de independencia y el miedo a romper la familia.

—¿Y si nos arrepentimos? —me pregunta él—. ¿Y si algún día necesitamos ayuda y ya es tarde?

Le miro a los ojos y veo el niño asustado que fue alguna vez. Pero también veo al hombre con el que quiero compartir mi vida… siempre que sea nuestra vida, no una extensión de la de su madre.

Finalmente encontramos un piso pequeño en Lavapiés: dos habitaciones, mucha luz y un balcón diminuto donde caben dos sillas y una maceta de albahaca. Firmamos la hipoteca sin decirle nada a Carmen hasta el último momento.

El día de la mudanza ella aparece con una caja de fotos familiares y lágrimas en los ojos.

—Solo quiero lo mejor para vosotros —dice antes de abrazarnos—. Pero tendré que aprender a dejaros volar.

Mientras coloco mis libros en la estantería nueva y respiro el olor a pintura fresca, me pregunto si he sido egoísta o valiente. ¿Dónde está el límite entre cuidar a los demás y cuidarse a uno mismo?

¿Vosotros qué haríais? ¿Hasta dónde llegaríais por vuestra independencia sin romper los lazos familiares?