La boda de Lucía y el regalo envenenado

—¿Por qué a ella sí y a mí no?—. No sé cuántas veces repetí esa pregunta en mi cabeza mientras veía a Lucía, mi hermana pequeña, abrir el tercer sobre con dinero que le entregaba nuestro padrastro, Ramón. La iglesia de San Isidro estaba llena de flores blancas y risas, pero yo solo sentía un nudo en el estómago. Mamá me miró de reojo, como si supiera exactamente lo que pensaba, pero no dijo nada.

Lucía siempre fue la niña de los ojos de Ramón. Cuando mamá se casó con él, yo tenía doce años y Lucía apenas seis. Al principio, pensé que sería divertido tener un «nuevo papá», pero pronto entendí que para él yo era solo un apéndice incómodo de la familia. Recuerdo las Navidades en las que Lucía recibía la bicicleta más cara y yo un libro de segunda mano. «Es que a ti te gusta leer», decía mamá, justificando lo injustificable.

Pero nada me preparó para el espectáculo del día de su boda. Ramón no solo le regaló un viaje a París para la luna de miel, sino también las llaves de un piso en Chamberí. Yo me quedé helada. Ni siquiera cuando terminé la carrera de Derecho hubo una celebración así para mí. Ni un simple brindis en casa.

Durante el banquete, intenté disimular mi incomodidad. Mi primo Álvaro se acercó con una copa de vino y me susurró: —¿Estás bien? Pareces un poco… tensa.

—¿Tú crees que es normal esto?— le respondí, señalando discretamente a Ramón, que abrazaba a Lucía como si fuera su hija biológica.

Álvaro suspiró. —Siempre ha sido así, prima. Pero hoy es el día de Lucía. No lo estropees.

Me mordí el labio para no llorar. ¿Era yo la egoísta por sentirme así? ¿O era injusto que siempre me tocara el papel de espectadora en mi propia familia?

Después del baile, salí al jardín a tomar aire. Mamá me siguió.

—No pongas esa cara, hija— dijo en voz baja—. Hoy deberías estar feliz por tu hermana.

—¿Y cuándo va a estar alguien feliz por mí?— solté sin poder evitarlo.

Mamá bajó la mirada. —Ramón hace lo que puede…

—¿Lo que puede? ¿O lo que quiere?— respondí con amargura.

Ella no contestó. Solo se quedó allí, mirándome con esa mezcla de pena y resignación que tanto detesto.

Esa noche, en casa, no pude dormir. Las imágenes del día se repetían una y otra vez: Lucía radiante, Ramón orgulloso, mamá sonriente… y yo, invisible. Recordé cuando tenía quince años y le pedí a Ramón que viniera a verme jugar la final del torneo de baloncesto del instituto. Me prometió que iría, pero nunca apareció. «Tenía trabajo», dijo después. Pero para Lucía siempre había tiempo: sus funciones de ballet, sus cumpleaños temáticos, sus viajes escolares.

Al día siguiente, mientras ayudaba a recoger los restos de la fiesta en casa de mamá, Lucía se acercó a mí.

—¿Estás enfadada conmigo?— preguntó con esa voz dulce que siempre consigue desarmarme.

—No es contigo… Es con todo esto— respondí sin mirarla.

—Ramón te quiere, aunque no lo demuestre igual— insistió ella.

Me reí amargamente. —No hace falta que me consueles. Ya soy mayorcita para saber cuándo alguien me quiere y cuándo no.

Lucía me abrazó fuerte. —No quiero que esto nos separe.

La abracé también, pero sentí una punzada de rabia y tristeza. ¿Por qué tenía que ser yo la madura? ¿Por qué siempre era yo la que debía entenderlo todo?

Esa tarde, mientras fregaba los platos con mamá, no pude evitar preguntarle:

—¿Alguna vez te diste cuenta de cómo Ramón me trataba diferente?

Ella dejó el estropajo y me miró fijamente.

—Sí… pero pensé que con el tiempo cambiaría. No quería perderlo otra vez.

Me quedé helada. ¿Era yo el precio a pagar por su felicidad?

Durante semanas después de la boda, sentí una mezcla de culpa y resentimiento. Intenté hablar con Ramón, pero siempre encontraba una excusa para evitarme: reuniones, viajes, cansancio… Hasta que un día lo enfrenté en el portal.

—¿Te has dado cuenta alguna vez de cómo me has hecho sentir?— le solté sin rodeos.

Ramón bajó la mirada y murmuró: —No era mi intención… Supongo que nunca supe cómo acercarme a ti.

—Pues ya es tarde— respondí antes de subir corriendo las escaleras.

Hoy escribo esto desde mi pequeño piso en Vallecas. Lucía me llama cada semana; intentamos mantenernos cerca pese a todo. A veces pienso en perdonar a Ramón, pero otras siento que esa herida nunca se cerrará del todo.

¿Es posible dejar atrás los celos y sanar cuando tu propia familia te ha hecho sentir menos? ¿O hay heridas que simplemente aprendemos a llevar toda la vida?